Alex Jones es un tipo despreciable. Tiene 48 años, trabaja como presentador de televisión y de radio y es considerado, ampliamente, como el teórico de conspiraciones más popular en Estados Unidos. Desde sus páginas webs y podcasts ha promovido por más de dos décadas las más descabelladas hipótesis sobre la realidad social y política de su país, siempre con un tinte de extrema derecha. Anti vacunas, creyente de las “armas del clima” y de la absurda idea del genocidio blanco, Jones llegó al extremo cuando aseguró - por cuanto canal tenía disponible - que el tiroteo del 2012 en el colegio Sandy Hook en el que murieron 28 personas fue un invento puesto en escena por actores pagos, con la única intención de limitarle a los ciudadanos el acceso a las armas. Ni los cuerpos de los niños, ni el desconsuelo de los padres, ni los entierros, ni las vigilias, cambiaron su opinión. Por el contrario, Jones siguió por años profundizando su teoría delirante. La semana pasada, una década después de la tragedia, un jurado de Connecticut lo condenó a pagar 965 millones de dólares a las familias de las víctimas que, además de la masacre, habían tenido que vivir con las amenazas y el acoso de los enloquecidos seguidores del mentiroso.
Jones, cuando se vio con el agua al cuello, reconoció su falsedad y pidió perdón, aunque con la condena fijada empezó el llanto lastimero en el que se dice atropellado en su libertad de expresión. Prometió apelar e inició una colecta para que sus seguidores le consignen tanto dinero como puedan. Al mismo tiempo, parte de la extrema derecha estadounidense - encapsulada y envalentonada por el trumpismo - defiende al conspiranoico con el argumento infantil de que él no disparó el arma asesina. El tipo les resulta todo un mártir.
Personajes bajos como este han existido por décadas. Ahora, sin embargo, su alcance es mayor ante los crecientes grupos que atacan al pensamiento científico y niegan las evidencias y de otros tantos que monetizan el delirio. Es frecuente que aquellos que más se lucran de las teorías de conspiración no crean en ellas y las usen, en cambio, como vehículo para ganar audiencias. Una vez atrapadas, las moscas difícilmente se desprenden de la porquería. Incluso, pagan por ella.
Después de conocer el caso de Alex Jones, es posible que nos parezca extremo. A pesar de esto, en nuestro ambiente colombiano, caldeado por fanatismos que tienen oídos solo para sus opiniones, ya crecen los personajes que dicen llamarse periodistas en medios alternativos - y en medios masivos también - y cuyo interés es enriquecerse con medias verdades. Saben que es fácil hacer dinero con esto. Su público está cautivo por la irracionalidad y el producto, además, resulta tan simple de conseguir como inventar realidades a medida del cliente. Después, si es el caso, se mirarán las consecuencias. La democracia es lo último que importa