Querido Gabriel,
“No puedes titubear en televisión”, le dijeron al académico candidato. “No te puedes poner a pensar la respuesta, la tienes que tener lista”, complementó el asesor. El candidato respondió con una sonrisa irónica: “¿Debo decir, en una frase, sin que me tiemble la voz, cómo arreglaría el sistema de salud colombiano?”. “Tengo que ser honesto, pensar bien en la pregunta que me están haciendo”, respondió Antanas en la preparación de alguno de los debates televisados de la campaña de 2010. “La gente quiere un Presidente fuerte, seguro, sin dudas, que la tenga clara”, dijo el asesor, y con este argumento terminó la sesión; el equipo salió bajado de nota, derrotado.
Las sociedades occidentales reconocen y valoran la fuerza masculina, la certidumbre. Se premia a los “convencidos”, como decimos en lenguaje popular. Entre más satisfecha consigo misma sea una persona, más gusta. No importa tanto si sus ideas tienen fundamento, sin son acertadas o si conducen al abismo. Nos gusta la gente “bruta pero decidida”, como dice un amigo.
Sin embargo, hace relativamente poco, la ciencia ha venido descubriendo que estar demasiado seguros de nosotros mismos no es una cualidad, de hecho puede implicar grandes peligros. Nos impide escuchar, ver otras perspectivas, evidenciar los matices y analizar los riesgos de las decisiones. Los beneficios de las dudas, que nos permiten trascender nuestro instinto animal o caer repetidamente en los mismos viejos sesgos, son incalculables.
Pero nos regañan por procrastinar, “no dejes para mañana lo que puedas hacer hoy”, repiten aún los educadores. Quizás, dicen algunos expertos, procrastinar es el resultado de una sana duda en nuestra mente mientras terminamos de analizar una decisión. El síndrome del impostor, dicen, por otro lado, es un defecto, se debe tratar con terapia. Parece que los mejores líderes, sin embargo, titubean, hacen la pausa, piden y escuchan críticas, ajustan y aprenden.
“De mí podrán decir cualquier cosa menos que fui definitivo”, escribió Fernando Aramburu. Si no hay dudas no hay espacio para crecer. Los demasiado convencidos terminan siendo peligrosos, obsesivos, fanáticos, desconectados de la realidad y de las voces del mundo. Tiranos en la empresa y en la política, aprenden lento, se adaptan poco, culminan su carrera caducos, anacrónicos y hasta patéticos.
Cuestionemos en nuestra tertulia la educación tradicional que prefiere la respuesta correcta a la pregunta difícil. Hablemos de esos seres admirables, que, como dice Adam Grant en su libro Piénsalo de nuevo, buscan opiniones contrarias, no tienen miedo de estar equivocados sino que, al contrario, lo disfrutan, construyen redes no de apoyo sino de reto, se alejan de las mejores prácticas, rehuyen la sobresimplificación y abrazan la complejidad. Viven dudando y por eso mismo viven mejor.
Provoquemos nuestra conversación con estos versos críticos del poeta José Manuel Arango: “Hay gentes que llegan pisando duro / que gritan y ordenan / que se sienten en este mundo como en / su casa / (...) / no dudan ni sienten temor van / erguidos / y hasta se tutean con la muerte / Yo no sé francamente cómo hacen / cómo no entienden”. Prefiramos a quienes dudan, vacilan, cambian de opinión y saben que lo peor que puede pasar frente a una idea completamente diferente a las suyas es darse cuenta de un error, de un nuevo camino. Ellos, los dudosos, los que nunca son definitivos, son imprescindibles, porque sin ellos no habría progreso.
*Director de Comfama