En 1776, Edward Gibbon publicó el primer volumen de uno de los grandes clásicos sobre el mundo antiguo, La Historia de la Decadencia y Caída del Imperio Romano. En esta obra monumental de seis volúmenes, Gibbon se refiere al Imperio Romano como una de las grandes creaciones de la Humanidad. En particular, el periodo que suele conocerse como el de los cinco buenos emperadores (i.e. entre los años 96 y 192 d. C.) es descrito por Gibbon como el momento de la Historia “donde la condición de la raza humana fue más feliz y próspera.”
Paradójicamente, la evidencia arqueológica reciente ha mostrado sistemáticamente cómo las condiciones biológicas de vida, en particular la estatura de las personas, llegaron a sus niveles más bajos, justamente, donde Gibbon y la mayoría de los historiadores del mundo antiguo han ubicado la época dorada del Imperio Romano. Por ejemplo, usando datos de cerca de 10,000 esqueletos de personas que vivieron a lo largo y ancho del Imperio Romano, Willem M. Jongman y sus coautores encuentran una reducción profunda en los estándares biológicos de vida durante la consolidación del Imperio en el siglo I a. C., y una rápida recuperación con su caída en Occidente en el siglo IV d. C. (véase gráfico) . Esta suerte de paradoja—en la que el mundo parece ir bien, pero evidencia sistemática sugiere lo contrario—invita a reflexionar sobre los costos del crecimiento económico y la prosperidad social.
Para empezar, es esencial reconocer que Gibbon tenía razones para pensar que la época dorada del Imperio Romano de Occidente, y, en particular, los años de los cinco buenos emperadores fueron épocas de resaltable prosperidad. Durante estos años, el Imperio alcanzó su máxima extensión, sus ciudades llegaron a su mayor densidad poblacional, sus fronteras estuvieron particularmente seguras, hubo estabilidad política y social generalizada al interior del Imperio, las artes y el entretenimiento florecieron, y la economía creció sostenidamente. Esto lo hemos sabido por siglos, gracias a los relatos de la época y la evidencia arqueológica reciente lo ha confirmado.
Sin embargo, construir ese tipo de sociedad implicó el uso intensivo de una inmensa cantidad de recursos, lo cual trajo consecuencias negativas en otras dimensiones de la vida de las personas, principalmente en su salud. Así, la protección de las fronteras estuvo basada en el mantenimiento de un gigantesco ejército de gran movilidad, el cual introducía regularmente patógenos extraños al Imperio. De forma similar, la economía robusta venía de la expansión en el comercio y la división del trabajo, los cuales hacían más frágil la subsistencia de muchas localidades, al hacerlas más vulnerable a choques climáticos; además, éstas promovían la sobreexplotación de la periferia, atrayendo también el arribo regular de patógenos foráneos. Finalmente, la maravillosa vida urbana llena de artes y entretenimiento solo era posible gracias a las grandes aglomeraciones de personas en ciudades, las cuales permitían la expansión de aquellos patógenos introducidos por militares y comerciantes y su eventual traducción en epidemias recurrentes.
Esto, hasta cierto punto, es bastante obvio. Es más, es una de las críticas tradicionales de los ambientalistas y los defensores del decrecimiento económico al capitalismo. Y más allá de si esto es un problema exclusivo del capitalismo (que el ejemplo mismo de Roma Antigua probaría como incorrecto), es claro que un sistema autárquico de pequeña escala sí podría escapar a estos tipos de costos. De nuevo, creo que eso es más o menos obvio. Lo que realmente creo interesante de esta discusión es pensar en las consecuencias de evitar dichos costos.
La razón por la que los estándares biológicos de vida pudieron aumentar luego de la caída del Imperio Romano de Occidente fue, justamente, porque la complejidad social colapsó y con ella todas las virtudes de una sociedad próspera. El Estado perdió su capacidad de acción, la violencia se expandió por doquier, millones murieron, las ciudades se despoblaron, la producción cultural se esfumó, y el aparato productivo se destruyó. Aquellos pocos que sobrevivieron en comunidades más pequeñas, con el tiempo tuvieron acceso a mejor salud, pero perdieron por milenios el acceso a las virtudes de una sociedad floreciente. Esto lo podemos ver en los datos de naufragios en el Mediterráneo. Allí es claro que el comercio en esta parte del mundo no regresó a niveles de la era romana hasta la captura de Constantinopla por los otomanos en el siglo XV d. C. Lo mismo pasaría hoy. Por supuesto que es posible retornar Nueva York al paraíso de biodiversidad que era antes del primer asentamiento europeo. Esto exigiría, sin embargo, desaparecer a algo así como el 90% de su población. Seguramente, aquel 10% que continúe viviendo en Manhattan disfrutaría de una gran cantidad de bienes ambientales de los que hoy no goza. Eso se traduciría en mejoras en muchos aspectos de su vida. Pero la inmensa mayoría de cosas que la gente adora de Nueva York — su oferta cultural, su diversidad social, sus altos salarios, etc. — desaparecerían, incluso para aquel 10% afortunado.
Por tanto, el problema de los defensores del decrecimiento no es realmente conceptual, es moral. Promover las virtudes del decrecimiento económico desde un Starbucks en Manhattan no es que sea incorrecto, es solo irresponsable, sobre todo si no viene acompañado de la descripción de los costos que esto implicaría. Tal como el crecimiento económico tiene costos, el decrecimiento también los tiene y pueden ser bastante mayores. Hablar sobre los costos del decrecimiento y la distribución de aquellos entre los distintos grupos de la sociedad debe ser el primer paso antes de cualquier reflexión adicional sobre el tema .