Por Fernando Velásquez V.
Bastante revuelo causó la reelección –el pasado día 17 de octubre– de Venezuela al Consejo de Derechos Humanos de la ONU para los próximos tres años, un organismo que se supone tiene como tarea velar en el plano global por la promoción y protección de estos; de él, recuérdese, forman parte cuarenta y siete naciones del orbe cuyas tareas se jalonan desde Ginebra.
Uno de los quejosos ha sido, justamente, el presidente Iván Duque Márquez quien, con ocasión de una intervención pública hecha en la ciudad de Cali –al clausurar la 8ª versión de ‘Bioexpo Pacífico 2019’ a finales de la semana pasada– afirmó que esa inclusión equivalía a encomendar la dirección del Instituto Colombiano de Bienestar Familiar al criminal Alfredo Garavito, condenado por un reguero de violaciones y muertes de niños a lo largo y ancho del país (unas ciento setenta víctimas) y quien, recuérdese, está a punto de terminar de purgar sus penas.
No obstante, desde el ángulo venezolano la réplica no se hizo esperar. En efecto, en medio de sus habituales declaraciones incendiarias, Jorge Arreaza, el flamante canciller del hermano país –después de calificar ese hecho como un “triunfo de la Revolución Bolivariana”– reclamó el derecho a la autodeterminación de los pueblos por parte de los patriotas y condenó, con acritud, el “bloqueo inhumano y criminal” que sufre su país por las sanciones de potencias encabezadas por los Estados Unidos apoyadas por las “oligarquías colombianas”.
Naturalmente, ambos discursos deben ser mirados con beneficio de inventario. De un lado, no cabe ninguna duda en el sentido de que el régimen dictatorial y cruel de Chávez-Maduro se ha caracterizado por cometer atropellos inenarrables contra los derechos de la persona humana: asesinatos, desapariciones forzadas, persecución a la oposición, encarcelamientos, maltrato a sus connacionales, hambruna y miseria generalizadas, etc.
Sin embargo, de otro lado, la situación de los derechos humanos en nuestro país –que no ha integrado nunca el Consejo citado– es también deplorable y las cifras son aterradoras: persecución y asesinatos de líderes sociales (en el lapso de catorce meses, corrido entre marzo de 2018 y mayo de 2019, Edgar Negret defensor del pueblo habla de 196 crímenes, 44 atentados y 1351 amenazas; y, en los últimos tres años, hasta junio de 2019, denuncia 479 muertes), asesinatos de exintegrantes de grupos como las Farc (134, en el mismo lapso), maltrato a la legítima protesta social, niñez abandonada, violencia de género, cárceles convertidas en almacenes de carne humana.
Es más, y los datos se pueden consultar en la página web de la Defensoría, entre enero y octubre de este año van 58 desplazamientos masivos, 15140 desplazados y 5126 familias afectadas. Y, para hablar de los pueblos indígenas, mírese lo que dijo este diario el pasado día 18: “Las cifras reveladas por ONIC dan cuenta (sic) que en lo que lleva el mandato del presidente, Iván Duque, han asesinado 115 indígenas, por lo que a su juicio, se sigue perpetuando el exterminio contra la pervivencia indígena en Colombia”.
Y añade: “Es decir, en promedio, un indígena es asesinado cada 3,8 días, teniendo en cuenta que el presidente lleva 437 días al mando”; incluso, en relación con las muertes de precandidatos a organismos de elección popular el Cerac (Centro de Recursos para el análisis de conflictos), habla de 82, hasta mediados de septiembre. Y, para no ir muy lejos, no se pueden olvidar los falsos positivos, las masacres, la limpieza social, las desapariciones, secuestros, etc.
Así las cosas, nuestro presidente debiera ser más prudente al hacer este tipo de pronunciamientos porque, así sus reclamos sean ciertos y pertinentes –máxime si se trata de una dictadura que mucho nos daña–, tenemos un rabo de paja enorme y no le hace bien al país tender una cortina de humo sobre su propia catástrofe humanitaria que requiere atención urgente, para que nadie nos señale con su dedo acusador.