Si Manuel Mejía Vallejo estuviera vivo, este domingo 23 de abril cumpliría cien años. ¡Menuda fecha para nacer!, coincidencia preciosa para alguien que, a pesar de haber hecho muchas cosas: profesor de literatura, director de la Imprenta Departamental de Antioquia, maestro de escritores, periodista, dibujante, fabricante de juguetes, bebedor incansable de ron, oidor de tangos, lo seguiremos recordando, sobre todas las cosas, como escritor, un escritor que no sé qué tanto sea leído por las nuevas generaciones, que es en lo que pienso cada que conmemoramos aniversarios especiales de quienes ya no están, pero dejaron una obra que el tiempo, en este caso, no ha borrado.
“Nunca me digan qué hacer cuando llegue un amor nuevo. En amor, por los que llevo, lo importante es no saber”, así empieza su novela La sombra de tu paso, y yo creo que esa advertencia cala muy bien en cómo hay que acercarse a los cuentos, novelas y poesías de quien se levantó con una generación donde había mucho loco, mucho perdido y bohemio, donde los padres cuidaban a sus hijos para que no fueran poetas.
A Manuel Mejía hay que leerlo como si fuera la vida misma, porque sus libros, sobre todo, enseñan a vivir, a enamorar, a contemplar, a comprender las montañas y la ciudad, y eso nos habla a todas las generaciones. “Todos me viven mi vida y nadie va a morir mi muerte. Digo, al morir: tres voluntarios que mueran por mí. Y no aparece nadie. Déjenme vivir por mí mismo, que yo tengo la responsabilidad de mi muerte. Déjenme vivir. Todo el mundo se mete en la vida de uno y después lo acompañan con una corona. Ni la vida ni la muerte son transferibles”, le dijo el maestro a Juan José Hoyos en un reportaje precioso que se llama Sentir que es un soplo de la vida, por allá en 1973, cuando Aire de tango ganó la Bienal de Novela Colombiana. Para él lo importante no es durar, sino vivir, y claro nadie gozó como Manuel en esa Medellín pacata pero donde él y sus amigos cantaban, parrandeaban, reían, lloraban, y, por supuesto, bebían y soñaban.
Una vez, cuando fundaron la Casa de la Cultura en Medellín, y Manuel la presidía, la barra de amigos, recuerda Juan José Hoyos en su reportaje, organizó veinticinco bibliotecas en los barrios de Medellín. Hacían reinados de la cultura y ganaba la reina que más libros consiguiera. Eran épocas felices, sin duda, donde no aceptaban censuras para los libros, a pesar de que los integrantes de la gallada fueron llamados “comunistas”.
Las anécdotas de Manuel son infinitas, es un escritor mito que iba por la vida escuchando las historias de los habitantes de los pueblos. Ojalá que en esta conmemoración especial, en las librerías se agoten sus libros y en las bibliotecas desempolven los que tienen, que quede claro, parafraseando al escritor, que en su literatura nadie es forastero.