¿Debe una satrapía como Brunéi, una dictadura como China o una tiranía como la Saudí recibir el mismo trato que un Estado democrático, donde los estándares son otros, los costes laborales muy superiores y empresas públicas y privadas atienden a valores como el riesgo reputacional? ¿Deben competir en igualdad de condiciones compañías semipúblicas o semiprivadas de estos países con las del llamado mundo libre? ¿Deberíamos penalizar no solo a las importaciones de aquellos países que, como Venezuela, Cuba o Corea del Norte carecen de los más elementales derechos humanos, sino también hacer lo propio con aquellas multinacionales que deslocalizan sus fábricas en países gamberros como Rusia, Vietnam, Tailandia, Turquía o Marruecos, entre otros?
Un partido político español, con el que no comulgo en absoluto, ha puesto sobre la mesa una cuestión del todo procedente. Vox -que representa a la ultraderecha puesto que está más a la derecha que el PP y no porque defienda postulados supremacistas, franquistas o dictatoriales- ha propuesto vetar para preservar la “seguridad nacional” la contratación pública con empresas procedentes de “países no democráticos” o que estén controladas por gobiernos o ejércitos “de regímenes totalitarios”, y seguir este criterio en el desarrollo del Plan Nacional 5G, del que estaría excluida la china Huawei.
El objetivo de todo esto sería “garantizar la soberanía en el ciberespacio y el éxito de las democracias occidentales en la lucha contra las tácticas de desinformación, intoxicación, confusión y desestabilización utilizadas por los enemigos de nuestras libertades en el ámbito internacional”. Vox apunta a que, frente a la “intoxicación y a la desinformación” a la que recurren los “estados autoritarios”, “las democracias parlamentarias han adoptado un rol pasivo”.
Huawei, el mayor proveedor tecnológico del mundo, controla casi medio centenar de contratos comerciales para instalar infraestructuras de 5G, más de la mitad en Europa. Huawei ha sido acusada de “espionaje generalizado a gobiernos y empresas de países occidentales”, de ser un “brazo de vigilancia” del Partido Comunista y del gobierno chino y de “colaborar en la represión de más de un millón de musulmanes”, recuerda la ultraderecha.
He dicho que no comulgo con Vox. De hecho, siendo un servidor conservador de cintura para arriba y liberal en lo demás, hay una larga lista de motivos por los que jamás votaría a dicho partido. Para empezar su antieuropeísmo y su criminalización de la inmigración. Sin embargo, en este caso no puede tener más razón.
Las libertades no nos las han regalado. Las hemos conquistado tras siglos de pelea. Las democracias no son perfectas, algunas de hecho son imperfectas en su más pura esencia, como la estadounidense, donde son los grandes capitales los que financian las campañas. Pero incluso así, sus desmanes pueden ser revertidos y castigados. Además, ¿quién elegiría emigrar a Corea del Norte frente a Estados Unidos? Un tarado. ¿Quién se operaría en un hospital venezolano pudiendo hacerlo en uno español? Un suicida.
Debemos arrinconar a las tiranías. Solo así se pueden forzar cambios. Vean si no Venezuela. Allí llevan décadas en un bucle ridículo, engañando a los más cándidos con supuestas mesas de negociación que terminan con más purgas y más mesas de diálogo. Sabemos a qué se dedica el botarate de Miraflores: a matar de hambre a su pueblo, expulsar al talento y crear una red de chorizos que ni la cueva de Alí Baba. Y de paso a desestabilizar a Colombia. Le acabamos de oír calificando de “masacre” las muertes ocurridas por las protestas contra Duque. Mientras, en su país ya nadie se atreve a manifestarse contra el gelatinoso personaje a riesgo de desaparecer con toda la estirpe.
No hay nada de qué hablar con quien nos desea el mal. Nada que negociar con quien pretende destruir nuestras libertades. Hay que marginar a los gamberros. A todos