Admito que el Alcalde de Medellín me causaba, a pesar de todo, una cierta simpatía por su presunta independencia ante la llamada clase política, por su espíritu innovador y su conocimiento en nuevas tecnologías y, en fin, por el talento en su modo de expresarse cuando habla por radio. Pero no pensé que su distancia frente a los políticos fuera sinónima de negación porfiada de la utilidad de la buena política para gobernar. No me imaginé que el ánimo de innovar y hacer de la ciudad una extensión de Syllicon Valley fuera una ruptura con la tradición y la realidad histórica de vanguardia en el campo empresarial y ejemplo de armonía entre lo público y lo privado. Ni me pasó por la mente que su destreza lexical fuera un arma para convertir la palabra en factor de engaño, de no verdades y de impertinencias.
Tiendo a hipotizar que el brillante señor Quintero vive más en la realidad virtual que en la real. Confunde la ciudadanía habitual, callejera, de relaciones interpersonales entre gente que se habla, se ve y se oye, de hombres y mujeres de carne y hueso, con esa nueva ciudadanía de la red que nos cautiva, nos asombra y nos alucina cuando estamos en conexión con un mundo sin fronteras espacio-temporales, que nos lanza a la órbita fascinante del ciberespacio y nos aparta de la vida rutinaria, tan dura y tan luchada y tan colmada de alegrías y tristezas, logros y necesidades, de tolerancias y de violencias. La noción del tiempo se esfuma para el neociudadano mandatario inmerso en la virtualidad. Poco se le da si ordenó que dos millones de transeúntes acosados se movilizaran en una hora para obedecer al toque de queda. Se precipitó a ordenar que los viejos corrieran a vacunarse sin agenda, aunque en clínicas y puestos de atención los devolvieron porque no había vacunas. Incurre en tales imprudencias que acrecientan la incertidumbre, la inseguridad y el miedo a lo que pasará mañana.
Ni twiter, ni Facebook, ni Instagram, ni whatsapp son canales legítimos de comunicación, de relación con los gobernados. Pero ya se les ha atribuido una validez oficial que es fuente de confusiones caóticas. Si fueran errores leves y excepcionales no nos preocuparíamos. Pero se instituyen como instrumentos de gobierno. Un mensaje lacónico en la red, sin formas ni protocolos mínimos, adquiere más fuerza vinculante que un decreto. Y todo funcionario dotado de autoridad que no aterrice, que no retorne de la ilusión de la virtualidad a la realidad real donde se vive y se siente la auténtica ciudadanía, acaba por perder confiabilidad, credibilidad, respetabilidad y don de mando. Me resisto a creer que se vuelva más dañino que un mico en un pesebre