Por Agostinho J. Almeida
La inteligencia artificial (IA) se acuñó en la década de 1950 y, por lo general, se define como la capacidad de un sistema informático para pensar y aprender, usando una serie de algoritmos que le permiten realizar tareas que normalmente requieren inteligencia humana, como por ejemplo, el reconocimiento facial, toma de decisiones o simplemente traducción entre idiomas.
Creo que de una forma u otra nos hemos sentido atraídos por el potencial –a veces hasta embriagante– de la IA, desde la memoria de películas hasta el uso de aplicaciones como Waze, Netflix o Siri. El uso de esta tecnología se ha descrito universalmente como transformador en diferentes industrias, con un impacto en temas como la reducción de costos, la eficiencia operativa, y la innovación.
Con la creciente cantidad de datos generados continuamente, la IA competente y útil se ha vuelto vital para extraer el verdadero valor de la información. Se proyecta que el mercado global de IA alcanzará más de 220 mil millones de dólares en 2026, y la inversión en capital emprendedor (venture capital) en nuevas empresas de IA fue de USD 18,5 mil millones, casi el 20 % de la inversión total ese año en los EE. UU. Más aún, bajo la actual pandemia de covid-19, la IA ha sido crucial para combatir la epidemia utilizando diferentes aplicaciones para el seguimiento, predicción y pronóstico de la enfermedad, el desarrollo de nuevas pruebas diagnósticas o de nuevas medidas terapéuticas.
Sin embargo, no todo es perfecto en el mundo de la IA. Existen varios desafíos asociados a esta tecnología, desde la calidad y el acceso a los datos hasta el desarrollo de los algoritmos y su comprensión. A decir verdad, los algoritmos no son comprensibles para la mayoría de nosotros, lo que puede conducir a la falta de transparencia y, en última instancia, a la baja confianza. Además, existe una creciente cantidad de evidencia y discusión sobre la posibilidad de que los retos vinculados a la IA puedan estar más relacionados con la falta de capacidad de obtener valor de la tecnología en lugar de sólo problemas tecnológicos. Por ejemplo, no elegir los problemas de forma adecuada; la mala gestión, cultura organizacional y liderazgo; o la falta de talento específico.
Por otro lado, uno de los mayores desafíos de la IA es su potencial sesgo contra grupos o individuos, como por ejemplo en el caso del género. De hecho, grandes compañías de tecnología como Amazon e IBM han estado retirando el uso del reconocimiento facial debido al sesgo en temas de género detectado en procesos de reclutamiento de recursos humanos.
Al igual que con cualquier tecnología emergente, la IA tiene la capacidad de impulsar el cambio y crear valor en la sociedad, pero por sí sola no es la solución. Aprovechar su verdadero potencial dependerá de la capacidad humana para tomar decisiones, desde su desarrollo e integración con otras tecnologías, hasta su adquisición e implementación. La inteligencia humana sigue siendo –y seguirá por mucho tiempo– una piedra angular para garantizar la transparencia y la ética en el uso responsable de esta tecnología; ojalá mejoremos, de forma individual y colectiva, en la gestión de nuestros propios sesgos.