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Matones de colegio en la red

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Por Máriam Martínez–Bascuñán

Sucedía en las clases del colegio, en esa edad cruel en la que, para obtener el derecho del más fuerte, esa iniquidad sobre la que basamos cualquier principio de liderazgo, se señalaba a alguien para deshumanizarlo utilizando la mofa o la intimidación. Es un mecanismo tan viejo como el poder: usamos el insulto y la ridiculización hacia fuera para generar camaradería dentro. Un amigo siempre me decía lo mismo: “No hay nada que proteja más que una broma”. Era el más inteligente y sensible de la clase, y quizá por ello la perpetua diana de mofas y escarnios cuando “ser popular” requería de cierto desprecio anti-intelectual, pues se ganaba más puntos de cara a la galería con el chascarrillo que humillaba al más débil. Aunque había que hacerlo con cierto disimulo: la broma permite la distancia, exonera la responsabilidad sobre lo dicho.

Cosa distinta es el uso de la ironía, el recurso de Sócrates para obligar a su interlocutor a adentrarse en las complejidades del pensar, un instrumento sutil con el que, como nos enseñaba nuestro profesor de Filosofía, apreciamos hasta qué punto el lenguaje sostiene invisiblemente la realidad. La ironía es lo opuesto a la broma del listillo, pues acorta la distancia entre nosotros. Por eso para hacer más accesible algo necesitamos interpretar. Y eso nos acerca. Porque el zasca no es más que el recurso fácil a la francachela para ganarse el aplauso de la tribu, siempre a sabiendas de que señalar a alguien tendrá un efecto cascada: tras él, se lanza siempre a toda la manada.

Es lo que sucede en parte con las redes. Inundadas de bromistas, frikis acosadores y troles, a veces es difícil distinguir –dice Angela Nagle– cuando hablamos de ideas políticas o cuando queremos simplemente echarnos unas risas. Buena parte de las camarillas tuiteras solo buscan crear una comunidad que los jalee, generando una fractura que señala el espacio sobre el que verter odio. Se fomenta un sentido de pertenencia a una tribu mediante la ridiculización del otro, reivindicándose bajo el eufemismo de la “libertad de expresión”. Pero en realidad tiene más que ver con la pérdida de sensibilidad que provoca la distancia de las redes y las aplicaciones de internet. Ese falso presentismo nos incita a la reacción, a la inmediatez, a aparecer con la misma facilidad con la que desaparecemos. Las redes nos han robado los rostros, haciéndonos insensibles al dolor que podemos provocar, intentando devolvernos a los pasillos del colegio para mofarse o vejar al otro desde la impunidad de una fingida adolescencia

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