Cuando uno comienza a ver desfilar íconos de su juventud camino del Walhalla es que el peso de los años empieza a combarle la espalda. Siendo yo un puberto andaba loquito por los huesos de una rubia actriz juvenil llamada Kelly Preston, protagonista de exitazos taquilleros como “Admiradora secreta”, filmada en 1985 o “Los gemelos golpean dos veces”, que en 1988 juntó a Schwarzenegger y Dani de Vito en una comedia imposible que triunfó, a pesar de todo, en medio mundo. Tras casarse con Travolta y protagonizar unas cuantas películas más, la mayoría como secundaria de lujo, a mi querida Kelly Preston le agarró un mal cáncer de mama y a criar malvas desde ayer mismo. Vaya mi recuerdo para ella, por los años en los que me deleité con su belleza y su arte, pese a que nunca alcanzó las mieles de la gloria ni pudo protagonizar un papelón de esos para recordar eternamente.
Hecho este breve panegírico, vayamos al lío. Nos hacemos mayores, que no viejos. Esta distinción es importante, porque todas las sociedades occidentales van camino de la senectud inexorablemente, aunque algunas están mejor preparadas que otras. Incluso con la irrupción del bicho este que nos tiene acongojados a todos, la esperanza de vida media global se ha duplicado en un siglo. Lo más normal es que pasemos de los 70 y que, con algo más de suerte y genética, incluso superemos los 80 y nos acerquemos en buenas condiciones a los 90 años.
Un estudio de la Universidad de Stanford estima que es a partir de los 34 años cuando se alcanza la plenitud física, que no intelectual, y que desde ese momento comienza, en buena lógica, el declive. Sin embargo, según el estudio publicado en la revista Nature Medicine, la “degradación” llega en tres oleadas. La primera fase arranca a los 34 años, la segunda sucede a los 60, y la tercera a los 78.
Por experiencia les advierto de que el estudio en cuestión no es del todo preciso. Un servidor, que se pasa una hora a remojo todos los días dale que te pego a las brazadas y agarra la bicicleta hasta para ir por el pan, tiene que hacer brujería y sacrificar cochinillos y corderos, que veo pasar en fuentes de barro cubiertas de aceite y ajo camino de otras mesas, para no echar una panza que no el escudero del Quijote. Por no hablar de la lumbalgia del demonio, más cansina que las cortezas de cerdo.
Sin embargo, no todo está perdido. Está demostrado que no sólo hay que comer bien sino a “con-ciencia”. El proceso se denomina autofagia y se logra activando una enzima llamada telomerasa, lo que ocurre haciendo deporte, comiendo saludable y haciendo ayunos intermitentes de cuatro, seis y hasta ocho horas.
En cualquier caso, no hace falta ser médico ni hacer muchos estudios para saber que una vida activa, al aire libre, bien acompañada y alimentada, y regada de risas y mucho amor es la mejor fuente de la eterna juventud que podemos pagarnos. Ni siquiera es un tratamiento caro, basta con que pongamos todo de nuestra parte. Ni clínicas en Suiza ni bótox ni cremas revitalizantes. Disfruten cada segundo como si fuera el último, como cuando tenían 15 años. Y las enzimas harán por su cuenta el trabajo.