Me acuerdo de un poema de Jorge Manrique que cada que quiero recitar lo olvido, lo chapoteo, me resulta entrañable pero no logro decirlo bien ante alguien. Copio aquí la primera parte para que tú lo leas y, si te gusta, lo memorices: “Recuerde el alma dormida,/ avive el seso y despierte/ contemplando/ cómo se pasa la vida,/ cómo se viene la muerte/ tan callando;/ cuán presto se va el placer;/ cómo después de acordado/ da dolor;/ cómo a nuestro parecer/ cualquier tiempo pasado/ fue mejor.” El poema sigue, son largas las Coplas por la muerte de su padre, 40 estrofas en total, pero bellísimas.
Me acuerdo del padre de una amiga que murió hace poco y con quien casi nunca hablé, pero su figura tranquila de lector, ahora que lo pienso, hizo mucho por mí en la vida, porque fue él quien me enseñó esa obra majestuosa de Balzac, “La comedia humana”, varios tomos de letra apretada que nunca más serán editados de forma tan bella y que aún espero volver a ver algún día, al igual que al tranquilo hombre que fumaba con la misma gracia de Julio Ramón Ribeyro.
Recuerdo la conversación reciente con esta amiga sobre el último segundo que uno tiene como vida y sobre el primero que inaugura la muerte. ¿Qué piensa uno en ese instante, recordará? Me gusta pensar en este misterio porque jamás podrá saberse. Ella pensó en su padre y yo en el mío, “cómo se viene la muerte/ tan callando...”
Me acuerdo la vez que escribí insistentemente mal mi segundo apellido y creí que el error era de mi padre que quería cambiarlo. “No es Múnera, es Muneral”, le decía yo con convicción y terquedad. Recuerdo que sobre eso escribí un poema, el primero que boté sin arrepentimiento y que me enseñó que las palabras no son lo que parecen y que nuestro lenguaje va más allá de las definiciones aprobadas. Desde entonces pienso que los designios de la lengua son insospechados, al igual que los cambiantes apellidos y sus miserias.
Recuerdo las cosas que he querido olvidar y por eso no pasan. Recuerdo los sueños que conté para que no ocurrieran, y sin embargo pasaron y me dejaron triste, pero luego volví a vivir y pasaron cosas lindas.
Me acuerdo, y no quiero olvidarlo nunca, aquella vez cuando fui con Pedro, mi sobrino de tres años, a escuchar el agua y de repente me dijo un secreto, el más bello de todos, el primer “te quiero”.
Si algún día pierdo la memoria, ¿me quedaré con algo dentro de mí o todo será una laguna infinita, una muerte chiquita? No lo sé, sospecho que acordarse puede ser un peso, pero también la levedad