Por Ana Cristina Restrepo J.
Cuando era una niña en Sevinca, un pueblo de cinco mil habitantes, en Eslovenia, Melanija Knavs oyó hablar por primera vez de “un lugar maravilloso llamado Estados Unidos de América”. Ella, hija de una costurera y de un vendedor de carros militante del Partido Comunista, cruzó el océano y se convirtió en una modelo famosa en esa tierra de sus sueños. En 2005 se casó con Donald Trump. En 2017, la tercera esposa y madre del quinto hijo del multimillonario, ingresó como ama y señora a la Casa Blanca, literalmente, detrás de su marido: ni siquiera la esperó al bajarse del carro.
De la hermética Melania, la segunda dama de Estados Unidos –porque la primera siempre fue Ivanka– se puede decir con certeza que, de todas las esposas de presidentes, pocas contaron con semejante capital político desde antes de pisar la Casa Blanca: Melania representa todo lo que su marido odia y que en buena medida encarna el “sueño americano”. Esta mujer, inmigrante, de clase media y padre comunista, besó a un sapo que jamás se convirtió en príncipe y que, además, se desveló ante el planeta como un misógino, xenófobo, racista y acosador (sexual, virtual, racial... demencial). Nos mantuvo cuatro años con la esperanza de que iba a desmarcarse: a pesar de rechazar la mano de su esposo en actos públicos, alejarse de sus escándalos y torcer los ojos ante las cámaras tras cada desafuero presidencial, se negó a convertirse en el símbolo que ella pudo ser.
Su amiga durante más de quince años y exasesora del Ala Este de la Casa Blanca, Stephanie Winston Wolkoff, autora del libro “Melania y yo”, develó intimidades de la pareja que, desde su primer baile presidencial, evidenció que las cosas arrancaban mal.
Preciosa y sofisticada, Melania quiso evocar la elegancia de Jacqueline Kennedy, pero la prensa y sobre todo la sociedad (hipócrita, prejuiciosa y patriarcal, como Trump) no le perdonaron su historia voluptuosa en revistas como Sports Illustrated.
Los medios de comunicación la trituraron cuando visitó a los niños inmigrantes enjaulados en la frontera con México, donde lució una chaqueta con el mensaje “La verdad es que no me importa, ¿a ti?”, según ella, dirigido a la “prensa liberal”. Por supuesto, periodistas y audiencias leyeron el desdén hacia los inmigrantes maltratados. Para completar, declaró que los menores estaban agradecidos porque por fin tenían una cama y un armario para su ropa, y que sus madres solo repetían discursos aprendidos. Revictimizó a mujeres inmigrantes, como ella, y a sus hijos.
Tienen razón quienes afirman que el único muro que Trump construyó con esmero es el que lo separa de su esposa. Ivanka lo alambró.
Juzgada por todos, la saliente segunda dama es un retrato de la soledad: nunca contó con un compañero para consultar ni con asesores en quién confiar.
Adiós a la puesta en escena, a la rebelde que nunca fue. Sin la brillantez académica de Hillary ni el carisma de Michelle, sin los privilegios de cuna de Ivanka, Melania pudo haber consolidado un legado propio.
Desperdició un capital tan valioso como las cuentas bancarias, los apellidos o los diplomas de la Ivy League: el poder del pasado, aquel que pudo erigir a una mujer que representa el sueño americano pero que, en contraste, terminó dormida en los laureles... ahora mustios