Próximos al día del periodista, me pregunta un amigo cómo me sentí cuando fui jefe. La verdad, ser jefe nunca me desveló. Me sentía mejor en la llanura, de reportero.En principio, me “abstuve” de dejarme nombrar en cargos directivos. Pero entendí que era la única forma de que engordara “mi flaca bolsa de irónica aritmética”.
Las jefaturas me alejaban de mi oficio amado, estresante, exigente, de cargaladrillos. De ellos alguien dijo que escriben el primer borrador de la historia.
Enfundado en el traje de luces del jefe reflexioné: ya que te nombraron, tienes que ser mandamás y reportero.
Como jefe, me pondría una calificación de tres raspao sobre 5. Como reportero, dejémoslo en cuatro raspao. Conocí el oficio desde abajo.
Aunque uno siempre es aprendiz de todo, maestro de nada, como dice Serrat. Procuré ejercer sin olvidar mis raíces de hombre de a pie. Y sin enfermarme de la importancia que dan los cargos. Las opiniones sobre mi desempeño estuvieron divididas, como los traseros. Mis superiores decían que al director le faltaban liderazgo y presencia.
Los poderosos nos sonsacaban a los reporteros que se iban volviendo duchos. Nos enriquecíamos lícitamente con talentos salidos de la universidad.
A los nuevos periodistas que trabajaron conmigo me los encuentro y casi me invitan a trago y arroz con huevo, mi plato favorito. Hoy por hoy, muchos de mis antiguos “subalternos” me dan sopa y seco.
Lo que me hace sospechar que lo hice bien: si el pupilo no supera al “maestro”, este perdió el año, decía el rector de la Universidad los Andes, Mario Latorre. Al primíparo lo deslumbra el superior que sabe poner un punto final. Me pasó a mí.
Siendo el jefe, sentí que había llegado a una especie de patria boba en la que no iba para adelante ni para atrás. Y decidí explorar otras opciones laborales sin soltar el bejuco laboral de Colprensa donde camellaba. Nadie se interesó en ficharme. Asumían que ganaba esta vida y la otra.
Felizmente (¿¡), los jefes decidieron que debía retirarme a disfrutar de la jubilación. En buen romance, me pusieron de patitas en la calle. Convertí la echada en diario, y este en libro que editó la Universidad de Antioquia con el título “De anonimato nadie ha muerto. Diario de un jubilado”.
Lo encuentran en mi blog www.oscardominguezgiraldo.com buscando “anonimato”. Sirve de somnífero.
Y aquí estoy gozándome este paseo de día entero que es la vida. Y haciendo lo que siempre he hecho: leer y escribir, sin pensar en minucias como el sueldo y su majestad la fama.
Adiós vanidoteca. No exagero si digo que nunca he disfrutado tanto de mi destino como ahora. Me hace más falta el oficio que el vil metal que tampoco me choca ¿Cómo no darle un beso “donde dijiste enemigos” al periodismo que me deparó la mayor riqueza: aquella en la que no hace falta nada?