El sábado 23 de noviembre, a las 3:48 de la tarde, a la altura de la calle 19 con la carrera 4ª de Bogotá, un grupo de personas protestaba en forma pacífica y entonaba el himno nacional con la custodia de la Policía Nacional- Esmad, tal y como lo indican diversas pruebas fílmicas; de repente, los policiales lanzaron gases lacrimógenos y, en medio del tumulto generado, el joven Dilan Mauricio Cruz Medina se desplomó herido. El lunes, el lesionado falleció –según dijo Medicina Legal el jueves– como producto de un trauma craneoencefálico ocasionado por munición de impacto, disparada por un arma de fuego.
Sin duda, ese es un acto irresponsable que ha segado la vida de un joven colombiano (era estudiante del Colegio Ricaurte IED, quien no alcanzó a concurrir a su ceremonia de graduación el pasado día 25) quien, como tantos, salió a la calle a expresar su inconformidad y encontró la muerte; se olvida que ese tipo de conductas dañinas no se puede presentar en una democracia porque el derecho a la protesta pacífica está garantizado en la Constitución Política (artículo 37) y los servidores oficiales son los llamados a preservarlo, no a irrespetarlo y a atentar contra la existencia de quienes así proceden.
Por lo dicho, no tiene asidero la tesis según la cual el grave herimiento del manifestante fue producto de un “accidente” o una “repulsa lícita” mediante un arma idónea para repeler protestas ciudadanas, por lo cual no puede invocarse la legítima defensa de la vida como causal de justificación, al tenor de lo dispuesto en el artículo 32 numeral 6° del Código Penal. Sin embargo, las autoridades judiciales deben investigar con celeridad y esmero el asunto para que, si hay lugar a ello, se impongan las sanciones condignas a quienes han propiciado esta muerte absurda e injusta e, incluso, se repare a las víctimas.
Es más, tampoco se puede olvidar que, al lado de este gravísimo hecho y de otras afectaciones a habitantes inermes, también se han presentado múltiples situaciones protagonizadas por oscuros vándalos en las cuales agentes de la fuerza estatal –que cumplían con su deber constitucional y son colombianos– han sido afectados en sus vidas y en su integridad personal (recuérdese, solo a título de ejemplo, el caso de la joven policía acuchillada por forajidos) sin que a muchos críticos incendiarios les preocupe el asunto, pues dan por sentado que esas personas están obligadas a ofrendar sus vidas. Y añádase: los bienes comunes han sido dañados de forma considerable (por ejemplo, el sistema de transporte bogotano) y el patrimonio particular se ha visto afectado en diversos lugares.
En ese contexto mucho llama la atención la respuesta endeble, raquítica y asustadiza de las autoridades encargadas de velar por el orden público; pareciera que esos funcionarios no estuvieran preparados para adoptar los necesarios correctivos para controlar la situación y todo se redujera a la acción policiva –en algunos eventos muy desafortunada– y a las pretensas negociaciones que lidera el presidente de la República con líderes de la protesta y figuras nacionales (cuyas peticiones no son las más aterrizadas) que hasta ahora aportan muy poco. Ello se evidencia tanto por la intransigencia observada como porque se discuten fenómenos sociales, políticos y económicos muy complejos y de orden global que no se resuelven con la confección de apresuradas medidas legislativas, máxime si tampoco los legisladores tienen la voluntad de jalonar ninguna transformación.
En fin, no se podrá perder nunca de vista que es perentorio emprender verdaderas transformaciones que sacudan hasta en sus cimientos más profundos a una sociedad anacrónica; pero, adviértase, esos cambios tienen que ser jalonados con inteligencia, prontitud y seriedad, porque la bomba social existente no admite más paños de agua tibia y se debe evitar, a toda costa, seguir adelante con esta intemperancia asustadora que todo lo pretende cobijar y un irracionalismo que parece no tener confines.