El orden mundial por venir es incierto. La crisis de la pandemia del covid-19 ha afectado profundamente la economía, la sociedad y la política, profundizando la última crisis de la economía capitalista (2008). Se esbozan algunas tendencias. La que debería tener más fuerza es la propuesta universalista y cosmopolita del restablecimiento de los derechos sociales –la democracia social– como el paradigma que puede frenar el avance destructivo de las políticas neoliberales. Sin embargo, este proyecto se enfrenta con una política que aboga por una reestatalización nacional, la cual se caracteriza por el progresivo desmonte de las funciones sociales del Estado y el fortalecimiento de sus funciones represivas.
Un ejemplo de esto es Donald Trump, quien predica y aplica políticas xenofóbicas, excluyentes, racistas, militaristas y agresivas, como hemos visto estos días al reprimir con violencia desbordada las manifestaciones por la muerte del afroamericano Georg Floyd. En esta dirección encontramos también a Rusia, Turquía, Hungría, Polonia y movimientos de ultraderecha muy influyentes en Francia con Marine Le Pen, el Partido de la Independencia del Reino Unido, el partido extremista Alternativa para Alemania y el neofascista Bolsonaro.
Existe un gran riesgo, si estas tendencias nacionalistas, populistas y xenófobas, siguen su curso, de que se impondrá, en un nuevo mundo anárquico de los Estados, una tendencia a la reestatalización nacional, que se caracteriza por desmantelar los dispositivos de seguridad colectiva, –agua, cultura, educación, salud, trabajo, pensiones–, que habían sido construidos como el conjunto de los derechos sociales para cada ciudadano. Estos dispositivos sociales han terminado en manos privadas, bajo la orientación del neoliberalismo.
El retorno de este proyecto de reestatalización nacional, –algunos lo denominan nuevo fascismo–, va en contravía del proyecto cosmopolita de una progresiva emergencia de la humanidad que se ha plasmado en fórmulas jurídicas o económicas tales como, “crímenes contra la humanidad”, “patrimonio mundial de la humanidad”, “bienes comunes de la humanidad”, “justicia global”, “salario básico universal e incondicional”.
Para los estatalistas, no hay leyes de la humanidad. “La humanidad no forma una comunidad política. No hay un gobierno mundial, ni existen relaciones entre la humanidad como un todo que la califique como un pueblo único” (Luban, 2011).
El argumento del estatalismo es: ni el derecho penal internacional, ni la justicia global, ni la idea de bienes comunes de la humanidad existen; en realidad estos derechos de la humanidad, no son derechos en absoluto, pues la humanidad no forma una comunidad política que pueda sancionar “leyes de humanidad”.
Plantean entonces que algo así como justicia global, bienes comunes de la humanidad, derecho penal internacional, un salario básico universal e incondicional, son meras ficciones y por esto consideran, como hace más de tres siglos lo hizo Hobbes en El Leviathan, que en la arena internacional, no hay más que soberanos separados enfrentándose inevitablemente entre sí en un estado de guerra, en el que tanto la justicia como la injusticia están ausentes. Así estamos. Pero, ¿es posible aún transformar la economía y la sociedad en función de salvar la humanidad y la naturaleza?.