La Kumari es una diosa niña nepalí. Es elegida a los tres años y permanece en la divinidad mientras es impúber. Durante ese tiempo no la tocan: qué infancia tan terrible. Cuando la flor de su sangre la devuelve a la mortalidad, el resto de su vida no suele ser mejor: las kumaris rara vez se casan, porque los hombres temen que su amor los fulmine. He visto a la Kumari en el patio de su hermoso palacio, junto a la plaza Durbar, llena ahora de montones de ruinas; se asomaba a la ventana, hierática y bella, para dejar caer una líquida mirada sobre sus fieles. En la penumbra brillaban sus pesadas joyas, ardía su ropaje rojo intenso.
He pensado estos días en la Kumari como perfecto símbolo de la indefensión y del destrozo de una cultura milenaria. Los dioses palidecen cuando la Tierra estornuda; el terremoto de 1755, que demolió la católica Lisboa y derrumbó todas las iglesias, hizo que Voltaire y otros se preguntaran por la indiferencia (o la inexistencia) de Dios.
En cambio, a estas alturas del siglo XXI nos preguntamos por la indiferencia de los humanos: ya se sabe que los seísmos matan a mucha menos gente en los países ricos. Esto de la desigualdad es una historia tan repetitiva que resulta cansina; el Concord-2, el mayor mapa oncológico jamás hecho, con datos de 25 millones de pacientes en 67 países, demuestra que la pobreza es más cancerígena que los genes.
Por ejemplo, la supervivencia de los niños a la leucemia aguda, el cáncer infantil más común, es del 90% en Canadá y del 16% en Mongolia. Quizá la Kumari tampoco sobreviviría, de padecerla. De los dioses no tenemos noticias, y de las viejas proclamas de igualdad y fraternidad tampoco hay mucho.
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