Este diecisiete de enero pasa a la historia como uno de sus días más aciagos por el resurgimiento de brotes criminales a gran escala en nuestro medio, realizados por parte de quienes –de forma repetida y sin reverenciar la vida humana– buscan imponer a la fuerza su modelo de organización social; pero el episodio de la Escuela de Policía General Santander también será recordado porque, al estilo del terrorismo islámico, es expresión de los ataques suicidas que sacuden al mundo contemporáneo que aquí empiezan a manifestarse. El hecho luctuoso deja a la Policía Nacional llena de muertos, heridos y pérdidas materiales inmensas, etc., y sacude a todo el colectivo social porque desconoce los principios que gobiernan la convivencia civilizada, al transgredir los instrumentos internacionales diseñados para conducir la guerra y las hostilidades en el marco propio del Derecho internacional humanitario.
Como es obvio las autoridades deben reaccionar porque es necesario meter en cintura a los delincuentes, para lo cual se deben apoyar en los instrumentos que les brinda el Estado de derecho; pero ese combate contra tan difícil flagelo no se puede emprender de cualquier manera, porque el imperio del orden y de la civilidad no se logra si se emplean las mismas estrategias de los arrogantes forajidos. El Estado, bien se ha dicho, no puede descender al mismo nivel de los criminales para erradicar sus comportamientos y frenar los brotes de violencia.
Pero si de parte de los detentores de poder se esperan medidas serias y consistentes que respeten los axiomas medulares de la convivencia civilizada, también la sociedad toda debe dar respuestas claras y concretas: está compelida a movilizarse y a rechazar de forma unánime estas iniquidades so pena de terminar arrodillada; aquí no hay lugar a claudicaciones o a silencios cómplices.
Y, así como esos comportamientos se deben reprimir con todo el peso de la ley, hasta someter a los autores y partícipes para ponerlos tras las rejas, las investigaciones criminales adelantadas tienen que prevalerse de los más acabados recursos técnicos y humanos; ellas, pues, deben ser serias, consistentes y oportunas. Además, hay algo fundamental: al terrorismo también se le combate con medidas preventivas idóneas en todos los niveles, pero, se repite, sin pisotear a las personas y valerse de esa tarea para hacer meras cacerías de brujas o fábricas de chivos expiatorios.
Pero, no se olvide, también se requieren profundos cambios en la vida social y política del país, porque sin justicia no puede haber democracia ni tampoco convivencia armónica; en otras palabras, el caldo de cultivo que alimenta a los violentos tiene que ser superado, para que la paz advenga y se pueda conducir a esta colectividad a puerto seguro. Ojalá, pues, las palabras del presidente de la República en el sentido de que “estamos trabajando con todas las autoridades y entes de investigación para poder capturar a los responsables de esta infamia y llevarlos a la justicia”, se hagan realidad y no se queden en el vacío de los discursos; el mandatario y la clase dirigente deben tener muy claro que es necesario liderar al país por las sendas de la paz, el progreso y la civilidad y no por las del odio, la guerra y el rencor.
Así las cosas, para enfrentar tan delicado asunto es ineludible respetar las estrategias globales trazadas por las Naciones Unidas plasmadas en el Plan de Acción A/RES/60/288, las cuales giran en torno a cuatro pilares que obligan al Estado colombiano en el concierto de las naciones: Hacer frente a las condiciones que propician la propagación del mal; prevenir y combatir el flagelo; desarrollar la capacidad de los Estados Miembros para prevenir y combatir el fenómeno y fortalecer el papel del sistema de las Naciones Unidas en ese ámbito; y, no menos importante, garantizar el respeto universal de los derechos humanos y del Estado de derecho como pilar fundamental de la lucha contra el terrorismo.