Por Sandra Caula
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MADRID.– No me gusta la palabra polarización. Me molestó cuando se empezó a usar para describir la circunstancia de Venezuela, mi país de origen. Me parecía ocultar la destructividad de un gobierno que atropellaba de mil maneras a una población desarmada y le negaba mecanismos políticos e institucionales para defenderse. ¿Cómo no “polarizarnos” contra ello? En la Alemania de Hitler, ¿debía condenarse la polarización? Lo que vimos el miércoles en Estados Unidos, ¿no hubiera pasado evitándola?
Polarizarse, pienso, puede ser la forma más natural de cerrar filas ante un poder cuyas propuestas o acciones políticas son inaceptables.
Pero he tenido que aceptar que la polarización es un fenómeno político que afecta el funcionamiento democrático. Su manifestación más peligrosa puede ser esa turba que instigada por Donald Trump dejó al mundo estupefacto al irrumpir en el Congreso de Estados Unidos.
Polarización, en el primer caso, alude a la división de la opinión pública en dos posiciones opuestas, pero eso en sí mismo no es negativo. En el segundo, a que las voces mesuradas en la política pierdan poder e influencia, y quedemos a merced de partidos o figuras que azuzan conflictos, exageran o mienten y obstruyen mecanismos y acuerdos necesarios para gobernar.
No siempre las sociedades están divididas por equívocos que pueden aclararse. No deberíamos olvidar que la tragedia, que hace imposibles relaciones y convivencias, es una posibilidad humana. Pasa, ha pasado a cada momento. Tolerarnos es lo deseable, pero no siempre es posible. Quizás antes se permitían formas más drásticas de desaparecer diferencias y conflictos que hoy son inaceptables.
Y eso lleva a pensar en si lo negativo son las ideas extremas en sí mismas. Muchas demandas antes inaceptables permitieron ampliar el campo de las consideraciones éticas y los derechos políticos, y nos empujaron a aliviar sufrimientos invisibles. Algunos viejos radicalismos lograron una justicia a la que hoy es imposible renunciar. Es el caso de la abolición de la esclavitud, de los derechos de las minorías, de muchas reivindicaciones laborales, de las normativas que van limitando la explotación animal. Condenar la violencia para defender o imponer ideas no es lo mismo que condenar las ideas mismas.
Lo más peligroso del siglo XXI es el fanatismo, dijo Amos Oz en una entrevista poco antes de morir. Un fanático es alguien que cree tener un saber muy simple que explica todo y que le da derecho a imponer su verdad a los demás, o al menos a apartar a los “equivocados” de su entorno. Es quien no puede contener sus sentimientos negativos cuando se topa con realidades que le chocan. Es quien piensa que el fin –su fin– justifica los medios, y la justicia –su justicia– es más importante que el derecho de los demás.
El fanatismo es la actitud con la que muchos compensan hoy la pérdida de un piso firme, se resisten a los cambios, obvian el derecho de los otros, incluso a equivocarse.
Por eso, más que evitar la polarización y optar por una moderación inútil, hoy nos toca a los ciudadanos cuidarnos del subjetivismo, del sectarismo y del fanatismo, que nos tientan cada día