Sensato, justo, oportuno y humanitario es el proyecto de ley presentado al Congreso para facilitar el transporte de animales acompañantes por vehículos de aire, tierra y agua. Como dice el lema de la propuesta, No son equipajes, son vidas. Es obvio que no haya unanimidad para acoger la iniciativa. En una emisora entrevistaron al senador responsable, Carlos Andrés Trujillo. Lo ridiculizaron con apuntes de mal gusto algunos de los colegas que lo interpelaban. Ignoran verdades tan elementales como que el perro es el auténtico amigo fiel del hombre y que esa fraternidad indisoluble lleva más de 14.000 años. Bueno, también defiendo a los gatos. Ningún compañero doméstico tiene por qué sufrir el encierro traumático en las bodegas de aviones, automotores y barcos, expuesto a la sed, el hambre, el frío, la soledad y el miedo en medio de bultos y maletas.
La sensibilidad ante los animales, pero sobre todo los que viven en casa y se tratan como integrantes de la familia, es un rasgo de humanidad. Aborrecerlos o maltratarlos es sospechoso. Desconfío de todo aquel que deteste y descuide a un buen perro. No digo de los peligrosos y catalogados como amenazas, que los hay, ante los cuales debe uno guardar prudente distancia. Tiene que ser muy malo un tipo capaz de someter a flagelos a un sabueso fino colombiano, a un border collie, a un manso labrador, a un respetable pastor alemán, en fin. Es duro y arriesgado confinar al compañero perruno en un cuarto oscuro y helado mientras viaja en avión, así sea por media hora entre Medellín y Armenia, o por más de nueve hasta Madrid. Las líneas aéreas y las demás empresas de transporte van a tener que instrumentar soluciones prácticas para evitar tales palizas a unos animales que merecen trato adecuado, cómodo y seguro. Que lo piensen y lo apliquen, haya o no mandato legal.
No pretendería escribir como experto. Sólo soy un periodista que sería incoherente si dijera que defiendo el humanismo pero que se vaya a la quinta porra el compañero prehistórico del ser humano desde el paleolítico. El afecto por el perro me hace sentir como un etólogo aficionado y simpatizar con todo proyecto dirigido a hacerle justicia al amigo fiel, encarnado por Cipión, el heredero literario (repito) del lúcido personaje perruno que hablaba, creado por el ingenio de Cervantes en el Coloquio de los Perros. Este Cipión, al que “no le falta sino hablar”, tiene prohibido viajar en una humillante bodega, por más fuerte y valiente que sea. Tanto cariño nos tenemos, que en estos días me miró e intuí lo que pretendía expresarme en demostración inequívoca de gratitud: “Te entiendo lo que me dices, pues no te falta sino ladrar”.