Hace apenas dos semanas salí a la calle luego de tres meses de clausura cuasi-monástica, pues eso del canto gregoriano no se me da, a ver la tan cacareada “nueva normalidad” que me resultó más normal que nueva.
La salida al mundo enmascarado fue a la odontóloga, porque iniciando el enjaulamiento perdí un pedazo de un diente del “front office” bucal, que no atreví a pegarme con “pega loca” al no estar seguro de la reversibilidad del procedimiento. Afortunadamente nadie necesita verme, a excepción de mis alumnos que gracias a la baja resolución de la cámara del computador, creo, no vieron algo sombrío en mi descarrilada dentadura.
Antes de la cita, y luego de meses de usar bermudas, una duda empezó a taladrarme más fuerte que la fresa odontológica que al acercase a uno a 300.000 revoluciones por minuto genera el mismo miedo que sentirá un planeta en trayectoria de absorción por un agujero negro que gira al 92 % de la velocidad de la luz. La duda era: ¿me servirá el pantalón que lleva meses colgado como un murciélago durmiendo en el closet?
No estoy seguro si el sobrepeso resultó menor de lo esperado o el 2 % de spandex en la composición de la tela fue lo que permitió que entrara en él y desapareciera la duda. Pero rodeado nuevamente de tela de ombligo a tobillo, la extraña sensación en la piel que llevaba meses sin roce, provocó otra duda: ¿Seré capaz de usar nuevamente pantalones largos?
Hace un siglo el pantalón largo no era fuente de temor. Al contrario era un anhelo, porque cuando cumplías 12 años, sentirse mayorcito no se celebraba con un tatuaje como en la cultura maorí cuando llegas a la adolescencia, sino usando tu primer pantalón largo, que indicaba que estabas casi “en edad de merecer”, como describe un antiguo poema español: “Hay que ver al chaval, hecho un hombre, / anda recio y bracea con garbo, y su padre y su madre, / le miran, le abrazan, le besan y dicen llorando: / Dios mío, si paece mentira, que sea este mozo / el mocete de antaño, si paece que está más crecío, / y hasta ya da vergüenza besarle. / Dios mío, como pasan los pícaros años, / se nos hace viejos, mira este renacuajo, / y que bien le sientan los calzones largos. / Las vecinas, se salen al verle, / Y al cruzar el chaval por su puerta / Le jalean, le aplauden y gritan: / Ole ya por los cuerpos serranos / Dios bendiga a los mozos de rumbo! / Vas por novia, por un, por si acaso, / Porque aquí tengo yo a una morocha, / Que hoy también ha vestío de largo!”
Tendré que retornar a la “vieja” normalidad, no por mí sino por la humanidad que ya tantas desgracias tiene que ver como para agregarle mis feas piernas.