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¡Otra vez la intolerancia!

Por Fernando Velásquez

fernandovelasquez55@gmail.com

El pasado miércoles 16 de septiembre, en el Morro de Tulcán de Popayán –una pirámide truncada construida en la época precolombina, donde existe un cementerio destinado en el pasado a rituales ancestrales–, fue derribada la estatua del sanguinario conquistador español, don Sebastián de Belálcazar fundador de la ciudad en 1536; los autores de la depredación fueron indígenas Misak, quienes protestaban contra las masacres recientes que también los han afectado. Esta obra de arte pagada con dinero público, no se olvide, fue elaborada en España por el gran escultor Victorio Macho; y, una vez trasladada en barco y por tierra desde allí, fue inaugurada el 25 de julio de 1937, pocos meses después del cuarto centenario de la ciudad.

Ese hecho, desde luego, debe ser objeto de profundas reflexiones y de un debate amplio y muy sincero. Y ello es necesario porque el acto en sí –que, desde la perspectiva de la ley penal, es un comportamiento vandálico objeto de investigación y castigo– es una expresión más del secular abondo, sometimiento y humillación al que, históricamente, han sido sometidos los pobladores nativos. Desde luego, tanto derecho tienen los miembros de las culturas indígenas a que se les acaten sus derechos y tradiciones, acorde con su cosmovisión del mundo, como la mayoría de los habitantes de la nación (también poblada por negros, mestizos, blancos, etc.), a que las suyas sean preservadas y respetadas.

Se trata, sin duda, de una cruda manifestación de sectarismo que no augura nada bueno porque, de seguir por este camino, muy pronto será necesario desalojar los templos católicos o de otros credos religiosos, derribar todas las estatuas en honor de brutales conquistadores y, por supuesto, los íconos que no les gusten a ciertos grupos de pobladores y, entonces, será el caos total. Sin embargo, creemos, todo acto de intolerancia y de fanatismo debe ser condenado sin importar su origen o la ideología, etnia, idiosincracia o cultura del autor de los embates.

No podemos, como diría Voltaire, terminar devorándonos como fieras salvajes exaltadas; debemos cuidarnos de esas manifestaciones virulentas, porque –bien lo recordaba él– “los fanáticos son más peligrosos que los canallas. A un energúmeno nunca se le puede hacer entrar en razón a los canallas sí” («Popurrí», en “Cuentos Completos en Prosa y Verso”, Barcelona, Ediciones Siruela, 2007, pág. 378). Y ese mismo pensador, en su “Tratado sobre la Tolerancia” (Madrid, Austral, 2007, pág. 142), evocaba –y es bueno repetirlo hoy, en un país que se debate entre los fuegos cruzados y convierte en enemigo a todo aquel que piensa distinto–: “si queréis que aquí se tolere vuestra doctrina, empezad por no ser ni intolerantes ni intolerables”.

Así las cosas, la difícil discusión sobre este asunto, pues, como ya ha sucedido en otros lugares y momentos a lo largo y ancho del planeta (recuérdese como, hace pocos años, los terroristas Talibanes en el norte de África y en Oriente Próximo, destruyeron cinco grandes monumentos históricos; o, para no ir muy lejos, el reciente derrumbamiento de estatuas de esclavistas en Estados Unidos por manifestantes exasperados que protestaban por el asesinato de George Floyd) está servida.

La historia y la cultura, entonces, no pueden ser incompatibles y eso debemos entenderlo si queremos vivir en una sociedad plural, que arrope diversas comunidades, etnias y credos que se entrecruzan, para no darle carta de naturaleza a este tipo de actos violentos. La libertad de pensar sin ataduras y condicionamientos, no se olvide, tiene que ser preservada a toda costa para poder construir un país donde quepamos todos, con nuestros odios y amores, con los afectos y los desafectos que nos son seculares, en medio de las diferencias y de los encuentros; una organización social que permita la convivencia ordenada, justa y pacífica de unos seres humanos felices y dignos.

Algo que, por supuesto, también echan mucho de menos los integrantes de los maltratados pueblos indígenas aborígenes.

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