“Ahí les dejo el cuero. Ustedes verán cómo se las arreglan sin mí”, les digo a las cuatro paredes de mi apartamento antes de salir a la calle por primera vez tras dos ameses y medio de clausura.
Para disfrutar del pico y cédula me pongo el camuflado que incluye el impajaritable tapabocas, el burka occidental que da la sensación de que nos escondemos de nosotros mismos. Con la mascarilla emitimos una voz asexuada, de WAZE, hecha en el laboratorio como ciertas caderas postizas.
Para reestrenar libertad elijo la pinta que llevaré por el sistema del tin marín de dos pingüé cúcara mácara títere fue. En el ropero los trapos se mechonean para que los escoja. Pero soy libra y debo respetar los caprichos del azar.
Estoy listo para el reencuentro con la calle. Si “la noche es lo que no cabe en el día”, en la calle ocurre todo lo que no sucede en casa.
Olorosos alcohol y gel que aparecerán durante la travesía remplazan al Chanel que bosteza en el clóset convertido en olvido. Vivimos un mal tiempo para la conquista pues habría que enamorarse de una mascarilla con ojos. El paisaje femenino desapareció.
Todo es nuevo y viejo en la metrópoli de cemento. Con ojos de pandemia las cosas se ven iguales pero distintas.
A medida que las autoridades aflojan la cincha, su majestad la calle se ha ido llenando de vida. Pero todos somos nuevos, anónimos, vecinos de ninguna parte. Es como si hubiéramos sufrido un ataque colectivo de alzhéimer.
Toca guardar distancias. Prohibido socializar. O loliar, que es ver y no comprar. En todas partes nos toman la temperatura, la nueva huella digital. Entrados en gastos, deberían aprovechar para chequearnos los niveles de colesterol.
El estado policivo reencarnado en empleados de los supermercados se adueña de nuestra intimidad. Varias veces nos pedirán el nombre, apellidos, lugar de residencia, teléfono. Nos respetan las aberracioncitas.
Como activista de la senectud alzada en canas solo tengo media hora de recreo pero me quedo más tiempo. Es mi forma de ejercer la desobediencia civil (=gracias Thoreau) contra el establecimiento que nos mima, arrincona, abruma, ningunea, espía.
Esta desobediencia hace parte de la revolución de las canas que nos llega desde Francia. Mayo del 68 se repite en junio del 2020.
Coronavirus nos ha impuesto la religión de la lentitud. Es uno de los dudosos regalos del bicho que enfrentamos como Don Quijote a los molinos de viento. ¿De qué chicanearemos cuando se acabe la vaina si nos derrotó un virus al que no podemos darle en la jeta?
Hemos movido la economía. Termina la parábola del retorno a una ciudad de la que no hemos salido. Medellín sin su anarquía de siempre es otra. Constatado lo anterior, regresamos a la claustrofobia de las cuatro paredes que nos dan la cordial bienvenida.