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Diego Aristizábal
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Diego Aristizábal

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Pequeñas historias (10)

Por Diego Aristizábal

desdeelcuarto@gmail.com

Como suelo hacerlo en las vacaciones, comparto una historia que surge Desde el cuarto:

Cáncer

Quise suponer que se llamaba Isabel, como mi abuela, y que tendría unos 92 años. Quise además imaginar que al igual que la madre de mi padre, vendría de un pueblo, quizá del Oriente; y que nunca, sin importar las emergencias que habían sido informadas por teléfono a altas horas de la noche en casa, había estado de acuerdo con venirse a morir a una ciudad. “Para morirme tengo todo el campo”, les pudo haber dicho a sus hijos mi vecina, al igual que mi abuela, para que sus hijos no la empacaran en un carro y 80 kilómetros después la dejaran en un apartamento donde, por lo visto, para ellos estaría mejor, más segura, más cerquita de todos para llegar a tiempo al deceso. Ella, la vecina del segundo piso, permanecía acompañada por una enfermera que leía revistas y llenaba crucigramas, le suministraba la droga, estaba pendiente del oxígeno y le miraba sus ojos cerrados fijamente por breves segundos para hacer luego unas anotaciones sobre un papel hospitalario.

A veces, no todos los días, llegaban señores de corbata y damas de vestidos largos con medias veladas y tacones, besaban la frente de la vieja y después indagaban a la enfermera, quien respondía largo y movía las manos para señalar lo indeterminado.

Los viernes eran días atípicos para la vieja. Un señor de unos 46 años que no usaba corbata sino yines y tenis, los mismos de siempre, la acompañaba durante todo el día. Creo que era el menor de los seis hermanos que alcancé a contar durante un mes. A diferencia de los demás, el menor, aparte de besarle la frente, se acostaba con prudencia al lado de ella, le acariciaba los brazos y le leía historias que la hacían reír a carcajadas un poco antes del medio día.

Creo que él era el único de la familia que aún vivía en el pueblo de donde desterraron a mi vecina Isabel por culpa de un cáncer, y por esa razón sólo venía los viernes cada ocho días con la firme intención de visitar a su madre. Creo, además, que sus monólogos en la tarde estaban repletos de las noticias del pueblo, de cómo se encontraban los cultivos de tomate en la finca, de sus flores que se intentaban morir y de cómo muchos vecinos que no padecían quebrantos debían irse por amenazas. Imaginé todo eso hasta que tres días después de ver cerrada la persiana, un señor de corbata muy negra la abrió mientras dos jóvenes, que al parecer hacían acarreos, dejaron limpio el cuarto en diez minutos. A la semana siguiente, también desocuparon la sala y los demás cuartos. Justo un viernes, sin que yo me percatara, apareció en la tarde un letrero grande que decía: se vende

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