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Diego Aristizábal
Columnista

Diego Aristizábal

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Pequeñas historias (14)

Por Diego Aristizábal

desdeelcuarto@gmail.com

Como suelo hacerlo en las vacaciones, comparto un par de historia que surgen Desde el cuarto:

El zorro

Aún no me explico en qué momento lo llamé mentalmente así: “El zorro”, tal vez por la cautela con la cual salía todas las mañanas: sombrero, bolsito de cuero cruzado, chaqueta liviana de jean y una actitud tranquila y recta, tan propia de esos hombres que han trabajado toda la vida y siguen conservando su mismo horario de oficina. Supongo que su primera cita era en algún café del barrio, buscar charla e historias con otros que, como él, no sabían de afán, hacer tiempo hasta que abrieran el Éxito y darse por enterado de las vanidades de este país y luego llegar a casa con la prensa. Antes de cruzar la puerta de su guarida, no se aguantaba las ganas de desyerbar con cierta altanería las plantas del jardín y tirarlas sobre la acera para que el joven que barría el edificio las recogiera.

Ni siquiera en la más rigurosa cuarentena del año pasado dejó de salir, todos los días a la misma hora. Supongo que si algún policía lo paraba lo mandaba al diablo, le diría que él no pensaba pasar sus últimos días encerrado, muerto del miedo tomando té en el balcón y alimentando pájaros y ardillas, que lo suyo sería el movimiento hasta el último suspiro. Y así fue, hasta el último segundo, mi querido zorro, mi vecino puntual de la mañana, con quien nunca hablé, se fue de este mundo volando, literalmente. De un momento a otro lo dejé de ver. Pensé que al fin había sacado unos días de vacaciones, de sus vacaciones apacibles de jubilado, y se habría ido para alguna playita a caminar con firmeza. Pero no, quedé desolado cuando un vecino me dijo que el afán de una moto se lo había llevado para siempre. Fue en la mañana, después de haber comprado el periódico, como siempre.

La casa bajo el cuarto

Hay una casa de madera con su propio bosque que me llama la atención cada que miro por el balcón. Desde hace años, solo he visto un habitante en el diván grande. Me imagino que su propietario quiso vivir alejado, con sus árboles, hasta donde le fuera posible. No sé cuántos años sumó, digamos que muchos; lo cierto es que desde antier comencé a ver personas que medían sus linderos, se gritaban de una asta a otra y empezaron a desfilar cascos verdes, amarillos y blancos, más el sonido insoportable de las volquetas. El búho que se escondía en las guaduas, y que yo consideraba un buen augurio, una representación nocturna de mi vecino, también decidió irse. Me niego a leer el fatídico aviso de la Curaduría

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