Es frecuente en ciertos ámbitos, en especial políticos y redes sociales, referirse despectivamente a ciudadanos que reciben algún subsidio en razón de ciertas condiciones particulares que los hacen beneficiarios de los mismos. Con mucha facilidad se emiten juicios y se hacen generalizaciones de esta población con frases como “trabajen, vagos” y otras tantas más.
Hace casi una década, por entrevistas y trabajo etnográfico, conocí a varios colombianos de carne y hueso que fueron desplazados por la violencia —que pareciera no tener tregua en este país profundamente dividido, quién lo creyera, por la paz—. Muchos no tuvieron acceso a la educación y por eso no leían ni escribían. Varios de ellos vieron como mataron a los familiares más cercanos, los sufrimientos de quienes sobrevivieron para levantar la familia y el abandono de lo poco que poseían. Uno de ellos sufría por una hija que no tuvo a tiempo la vacuna contra la poliomielitis y que quedó casi parapléjica y ese es un dolor inmenso que aún carga la familia; además, esa condición le impide, a la hija, el acceso a la educación. A comienzos de la década anterior, un estudio realizado por la antigua Consejería Presidencial para la política social mostró cómo la conjunción de pobreza y presencia de algún miembro del hogar en condición de diversidad funcional amplifica esa condición de carencias y privaciones.
Ellos tienen ingresos precarios y pasan semanas desempleados mientras encuentran un trabajo que sea apropiado a sus niveles educativos y a las habilidades adquiridas con sudor y lágrimas en su lucha diaria por la supervivencia. Se sabe que los hogares en condición de pobreza tienen mayor tasa de fertilidad que el promedio y por eso en los períodos de desempleo el subsidio no alcanza para cubrir sus necesidades, pasan trabajo y padecen hambre. Esto hace que la pobreza extrema los ronde cada vez que pierden o terminan sus empleos. No saber leer y escribir les roba, además, oportunidades de trabajo. La vivienda gratis por el desplazamiento y un pequeño subsidio mensual les ayuda a sobrellevar con dificultades esa dura condición; aun así, terminan endeudados en esos períodos críticos de desempleo. Esa es una realidad hoy para muchos de quienes fueron desplazados o arrastrados a la pobreza extrema por la pandemia el año anterior.
Una debida comprensión de lo anterior señala la necesidad de una sociedad con más oportunidades. Un dato relevante al respecto: en Colombia se necesitan once generaciones para pasar de un nivel de ingreso bajo a uno de ingreso medio (Shafik, 2021), más del doble de generaciones que el promedio de todos los países de la Ocde (4,5 generaciones) y más que países como Brasil y Suráfrica; es decir, Colombia padece de una reducida movilidad social.
Por todo ello sería más conveniente, en vez de epítetos y desprecio, repensar cómo construir una sociedad más solidaria y con mayores oportunidades. La misma Shafik (directora de la London School of Economics, LSE) señala que la falta de oportunidades genera ansiedad e insatisfacciones (se podría agregar frustraciones) y que los determinantes del bienestar subjetivo (empleo, protección social, etc.) son elementos claves de lo que se conoce como el “contrato social”. Por el pulso social del Dane ya sabemos que la pandemia ha afectado de manera negativa y considerable esa percepción de bienestar. Es hora de revisar el contrato social en Colombia (que es muy distinto al Estado benefactor) para que a través de mayores oportunidades se incida con vigor en la pobreza, la desigualdad y esa baja movilidad social