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Por Leila Guerriero

Voy por la casa, miro cosas. Todo me parece exquisito y banal. Esas tarjetas de viajero frecuente que no me sirven para nada, esa ropa y esos accesorios que ahora no tengo dónde usar. Reviso sin amargura. Solo miro. Me siento vacía y limpia. Todo está ahí y yo no estoy en ninguna parte. Esta tarde fui al médico. Me dijo: “Sos muy sana”. Hubo sol, aunque hizo frío; el médico me ungió de salud: fue un día bueno. Pero a las seis de la tarde se tornó majestuoso. Yo llevaba mucho tiempo recordando brumosamente el comienzo de la Ilíada tal como lo recitaba mi profesor de griego en la universidad. Marilena de Chiara es una traductora y profesora italiana que reside en Barcelona. Lee y traduce griego antiguo y, antes de ir al médico, cometí una imprudencia. Le hice llegar a través de su pareja, el escritor Jorge Carrión, un pedido tímido: si podía grabarme los primeros versos de la Ilíada en el idioma original. Era una petición extraña, por fetichista. Pero, cuando regresé a mi casa, encontré tres mensajes suyos. Era una lectura métrica, en griego, de los primeros versos del proemio de la Ilíada. Y seguía, a eso, la lectura de los mismos versos en italiano según la traducción realizada por Vincenzo Monti en 1810. Y, a eso, la lectura métrica, en griego, de los primeros versos de la Odisea. Y, a eso, la lectura de los mismos versos en inglés según la traducción realizada por Alexander Pope en 1725. Y, a eso, la lectura en italiano de parte del canto 26 de la Divina comedia de Dante. Era una artesanía imponente: del griego al italiano y al inglés, su voz, con una pronunciación honda y lacustre, trabaja sobre los versos extrayendo cosas que estaban más allá de su significado. Escuché las grabaciones muchísimas veces. Y ahora soy una persona gigante. Por eso vago por la casa mirando cosas: porque no sé qué hacer con todo esto. Podría ofrecer pedazos. Dilapidar. A veces me preguntan: “¿Suele leer poesía?”. Es como si me preguntaran: “¿suele respirar?”. Leo poesía todos los días, pero solo a veces, cuando un verso se incrusta y se expande en el cuerpo, me produce esta sensación colosal: la de no estar ahí, la de ser la perfecta otra cosa. La poesía, cuando acontece, es el fuego. Yo había pasado buena parte de la mañana leyendo poemas de la poeta canadiense Anne Carson. Es una mujer helada, una vestal plebeya en la que se adivina un desprecio lleno de sentido del humor. Es la más inteligente entre nosotros, y lo sabe. Hace poesía inmóvil, con la actitud de una grulla. Y al final del día que era un buen día, la voz de Marilena de Chiara, leyendo con su cadencia bruñida versos de siglos pasados, hizo que los poemas de la mañana, la imagen de Anne Carson, la Ilíada y la Odisea y la Divina comedia, se amalgamaran en un haz de lava. Y por un momento entendí. ¿Qué? Todo. Entre otras cosas, que hay que escribir para que cada palabra soporte el peso de las que no están. Para vaciar la página de peso. Mañana voy a olvidarlo, pero ahora el mundo es un sitio extraordinario. Y la poesía mi maestro, mi ajenjo en este apocalipsis

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