Contando todos los hospitales públicos de Venezuela no llegan hoy a cien las camas destinadas al cuidado intensivo de quienes puedan ser víctimas del coronavirus. Así lo admitió, este fin de semana y ante un grupo de expertos epidemiólogos venezolanos, el viceministro de Salud del régimen de Maduro.
Según observa el especialista Gustavo Villasmil, profesor del posgrado en Clínica Médica de la Universidad Central de Venezuela, en un país de casi 28 millones de habitantes –éramos muchos más hace solo cuatro años, pero casi cinco millones han huido de las bondades del Socialismo del Siglo XXI−, en cosa de muy pocas semanas, más de 150.000 venezolanos presentarán en las placas de rayos X el fatídico “pulmón blanco” que delata el progreso de la fibrosis pulmonar. Estremece pensar en la cifra de muertes que, a buen seguro, comenzará mendazmente a escamotear Nicolás Maduro en sus cínicas y vergonzosas alocuciones televisadas.
Las previsiones aportadas desde hace semanas por expertos de indiscutible probidad, como el respetado infectólogo Julio Castro, señalan con alarma la indefensión de Venezuela ante el ataque del coronavirus. El 90 % de los hospitales públicos carece de agua potable y corriente, ¿cómo podrá una enfermera ceñirse a la recomendación de lavarse las manos, en promedio, unas 25 veces al día?
El colapso del sistema de salud venezolano se hizo evidente hace ya muchos años cuando la corrupción y la desidia de la cleptocracia chavista permitieron el retorno de flagelos como la malaria y la fiebre amarilla, erradicados hacía más de 60 años. El coronavirus que nos visita llega a un país donde, ya a fines de 2017, y según estadísticas de la FAO, casi el doce por ciento de la población, es decir, 3,7 millones de venezolanos, cifra superior a la población total del Uruguay, sufría una severa desnutrición. ¿Qué puede esperarse del régimen de Maduro en esta hora tan crítica, sin precedente en nuestra historia?
Maduro es el mismo el hombre que, en 2010, no vaciló en culpar del terremoto de Haití a una infernal maquinaria submarina estadounidense capaz de causar sismos. La intención del imperialismo yanqui era, según Maduro, provocar un caos que permitiera a los EE.UU. apoderarse de las riquezas naturales de Haití. El cáncer que mató a Hugo Chávez fue inoculado, de nuevo según el dictador, por un equipo de guerra biológica de la CIA. Otros voceros del régimen ya habían denunciado la pandemia como una ofensiva bacteriológica de Donald Trump contra China.
En su alocución del domingo pasado, Maduro se esmeró en enfatizar, con mal disimulada insidia, que uno de los infectados a quienes detectó su inefable sistema de salud provenía de la pérfida Colombia.
Para afrontar la emergencia que en conjunto representan la pandemia y la caída de los precios del crudo, Maduro ha designado otro de sus “estados mayores bolivarianos”, integrado una vez más, cuándo no, por el aguerrido general Padrino López. Hasta donde se alcanza a ver, ninguno de esos bárbaros chafarotes es epidemiólogo.
Sin embargo, el que Maduro asimile la omnipresencia del agresivo coronavirus a una invasión enemiga no es solo una risible pantomima militarista: ella anuncia aún más letal violencia de Estado que, decirlo es pavoroso, seguirá juntando muerte a la que la pandemia traerá a una Venezuela ya mil veces ultrajada y expoliada hasta la consunción.