Por ana cristina restrepo j.
Para sentir culpa –desde una mirada judeocristiana– no es necesario haber sido educado por religiosos; basta con observar cómo nos presentan las noticias, oír las conversaciones en el bus, salir de la casa... o quedarse en ella.
El sentimiento de culpa nos es inculcado con énfasis a las mujeres: en sociedades como las latinoamericanas permite la adaptación y supervivencia del machismo.
(“Las muertes chiquitas”, de Margarita Posada, es un relato en primera persona sobre la depresión, el fantasma del suicidio y el diálogo interno sobre el sentido de la vida; con todo, lo que más me conmovió de este libro fue sentir cómo la autora, consciente de los mecanismos de manipulación laboral, familiar, de pareja, entre amigos, es presa permanente de la culpa).
¿Por qué es un problema ese sentimiento?
Me remito a los casos de acoso/abuso sexual en los cuales media una relación de poder entre víctima y victimario.
Empleados de tres empresas antioqueñas (ninguna periodística), conocedores de la ley, me han ilustrado sobre cómo han “solucionado” casos de acoso/abuso sexual en sus organizaciones: por la carencia de protocolos o rutas de acción, han actuado bajo la orientación de reglamentos laborales obsoletos e investigaciones internas carentes de enfoque de género. Por ejemplo, cuando hombres “importantes”, próximos a su jubilación, se ven acorralados por múltiples denuncias internas, la compañía procede guiada por una duda: “¿Cómo despedirlo si le ha dedicado su vida a esta organización?”. En consecuencia, le solicitan la renuncia, pactan un arreglo económico y evitan escándalos públicos en los ámbitos empresarial y doméstico (“para no destruir a su familia”).
O qué tal las universidades que encubren acosadores frente al tablero, de esos que ni hay que mencionar su nombre porque toda la Facultad sabe quién es el viejo verde: los mandan a sabáticos o les piden la renuncia en absoluta confidencialidad. Salen con la hoja de vida intacta. (El sabático universitario es un derecho ganado, pero como práctica “apaga-incendios” equivale al cambio de parroquia de la Iglesia católica en los casos de denuncias por pederastia).
Este imperio del silencio alcanza su cumbre en el hogar: la naturalización del abuso, el miedo y la culpa nutren el subregistro. Que nada afecte el “buen nombre” familiar, empresarial, personal (del abusador).
(Ante el riesgo de falsas denuncias: ¿será que la justicia no provee elementos de investigación y defensa?).
Un nuevo caso se suma al silencio: Maritza Soto en el Ejército.
Una gran crítica al #MeToo es: ¿Acaso nosotras no podemos decir “no”? Por simple fuerza física, con frecuencia no podemos hacerlo. Además, están el miedo al poder, el sentimiento de culpa, la sordera ante denuncias. (Otro temor manifiesto en algunas mujeres es que, como retaliación ante su denuncia, pueden perder cargos ganados a pulso o privilegios laborales).
La Gran culpa es de ella porque usa escotes, de ella porque cubre con un pañuelo verde una escultura en medio de protestas, de ella porque marcha bajo el lema #LaCalleEsNuestra contra las violaciones en un parque, de ella porque expone públicamente el abuso.
Cuando muchos hombres se preguntan: “¿Ya ni las podemos tocar?”; “¿Ni darles un besito?”, pareciera obrar un mecanismo de transferencia de la Gran culpa que históricamente hemos cargado nosotras.
No es un escándalo sino un cambio cultural. Por eso cuesta tanto.