El verbo discordar, así como los vocablos discordancia y discordia, ha acumulado connotaciones muy negativas, a pesar de que el Diccionario los deja en su punto, sin exageraciones, en la categoría de falta de correspondencia, diversidad, disconformidad, etc. Por tradición, al discordante, al que discuerda, se le cataloga en el rango de los opuestos indeseables.
En este país, “el que no esté conmigo, está contra mí”. Todo aquel que opine en contrario es visto, no como un contradictor que ejerce su derecho a pensar distinto, sino como un individuo al que se declara anatema y se expone al linchamiento mediático. Rompe el unanimismo, la homogeneidad del pensamiento único y totalitario.
Por eso es tan explicable, aunque no tenga justificación, el miedo de la gente a criticar, a disentir, a cuestionar algo que no juzgue aceptable, en su leal saber y entender. Cualquier idea distinta se considera hasta una amenaza contra la paz social. Entonces, va afirmándose una suerte de pensamiento de grupo, que en la psicología social denominan narcicismo colectivo, como “tendencia a exagerar la imagen positiva y la importancia de un grupo al que pertenece un individuo”.
Tal individuo se siente superior con quien profese las ideas de ese grupo, mientras se declara inferior a quien no las comparta. Y no sólo se le declara inferior: Se le somete a exclusión. Cualquier crítica al grupo, o a las ideas del grupo, se condena como una ofensa contra esa presunta superioridad moral. Y todo eso, aplicado por personalidades que se arrogan la condición de líderes y apóstoles de la tolerancia, la convivencia y la democracia incluyente.
Si hasta al Presidente con todo su poder han llegado a declararlo enemigo público por ejercer el derecho elemental a criticar, a objetar, qué no puede sucederle a un simple ciudadano cuando se atreve a correr el riesgo de discordar y saltan a condenarlo y censurarlo los extremistas intolerantes, de mentalidad totalitaria. La simple desavenencia, la sola discrepancia, la legítima afirmación de que no se comparten opiniones, llega a tipificarse como una transgresión en materia grave.
Disentir es convertirse en un contrario al que se margina, porque se opone al parecer o al querer del grupo que asume la superioridad moral y se siente con derecho a adueñarse de la verdad y disfrutar los privilegios que le asigna el poder, o la afinidad con quien lo ejerce. Lo digo además por experiencias propias. Por eso son envidiables las sociedades que nos llevan 500 años de ventaja en tolerancia democrática y cultura de la discordancia. Porque no prohíben las opiniones contrarias, las ideas diferentes de las que se exaltan a la condición de predominantes. Prohibido discordar ha sido el lema impuesto hasta cuando nos civilicemos.