Uno de los aspectos más loables y de admirar que la democracia le ha brindado al mundo es la legitimidad del derecho a la protesta. Gracias a eso, alzar la mano no es una cosa de locos. Por el contrario, es un acto legítimo. Hombre, la protesta es poderosa. Mahatma Gandhi movilizó a millones haciendo de la No Violencia, el hilo conductor de la protesta. Los movimientos estudiantiles y de maestros así como los sindicatos, han sabido reinvindicar su papel en la sociedad por medio de la protesta. El movimiento de los indignados se valió de la protesta para mostrar el cansancio ante tantos absurdos que pasan en la sociedad e incluso la revista Time nombró al “protestante” como personaje del año en 2011, por lo que hizo para detonar la Primavera Árabe.
En Colombia, el derecho a la protesta ha sido legítimo y lo que pasa hoy en día en el Cauca es una clara demostración. Estos son los hechos: el movimiento indígena bloqueó la vía Panamericana, principal corredor vial del sur del país, para protestar por incumplimiento de los acuerdos firmados por gobierno anteriores. El Consejo Regional Indígena del Cauca, que lidera el levantamiento, dice que se necesitan $3,6 billones para cumplir con lo prometido. Hasta ahí, bien: derecho a reclamar. El gobierno, por su parte, dice que el cumplimiento de los acuerdos es difícil porque les prometieron cosas imposibles de cumplir con los recursos existentes, pero que la puerta al diálogo está abierta. Entonces, lo que se vislumbra es la necesidad de concertación con la posibilidad de abordar otros malestares derivados de la deuda histórica con las comunidades indígenas. No olvidemos que van once protestas de este tipo en los últimos quince años.
Pero lo malo radica en la tergiversación del ejercicio de la protesta. El matiz violento que ha cobrado demuestra la forma tan básica como se atizan las hogueras en Colombia. A ver, desde la movilización indígena perciben que la respuesta del gobierno raya con la guerra y del otro lado ven fuerzas oscuras ahí metidas. Entonces, el rasero de la situación es el de la fuerza bruta, con sus consecuencias: van nueve muertos, cuantiosos heridos y una tensión a flor de piel de padre y señor mío. Ni hablemos de los que quieren pescar en el río revuelto. ¿Qué tenía que hacer Gustavo Petro en Caldono, municipio epicentro de las protestas? Su excusa: “escuchar” de viva voz la situación. La realidad: contribuir a la oposición intransigente.
Colombia es un país que ha perdido la capacidad de generar confianza entre sus ciudadanos y las instituciones, haciendo que todo lo que huela a protesta se convierta en un polvorín con grave afectación al bienestar general. El Cauca es un claro ejemplo, pero también la oportunidad para dejar atrás las taras históricas que impiden ponernos de acuerdo en cosas fundamentales.