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Qué bonita era la aburrida democracia

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Por Jorge Marirrodriga

Publicaba The New York Times un curioso artículo sobre si recordaremos cómo dar abrazos después de la pandemia, cuando la distancia social desaparezca. En esto de dar abrazos también hay diferencias culturales y a los mediterráneos los abrazos anglosajones siempre nos han parecido, en general, bastante rígidos y envarados, como si los abrazantes no estuvieran del todo cómodos. Nada que ver con el abrazo nacido en la cuenca del Mare Nostrum que a ellos les resulta excesivo e invasivo, pero a nosotros nos parece que no es sincero si, por lo menos, no hay una costilla fracturada. Fiel a su tradición y fruto de la machacona normalización –de norma– moderna del ámbito personal, el artículo propone unas reglas básicas a la hora de abrazar que algunos lectores sin duda encontrarán perfectamente prescindibles cuando llegue el momento. Pero el texto sobre todo propone que, ocurra lo que ocurra, no nos olvidemos de la trascendencia de ese gesto.

Porque dar abrazos es algo que todos hemos dado completamente por hecho, natural e incluso fastidioso hasta que nos han dicho –o nos hemos dado cuenta– que no podíamos hacerlo. Lo mismo que desgraciadamente puede pasar con algunos hábitos democráticos que se están viendo peligrosamente alterados por las circunstancias especiales, no ya de la covid, sino de lo que los estudiosos gustan de denominar “el momento histórico”. Son cosas que, tomadas de una en una, no son decisivas y pueden ser explicadas por la coyuntura, pero que puestas en conjunto hacen plantearse si no llegará el día en que tengamos que recordar cómo era la democracia.

Algunos ejemplos de lo que está sucediendo. La campaña electoral en EE.UU. se produce en medio de un permanente cuestionamiento de las reglas del juego, del resultado y de lo que vendrá después, no por un candidato aspirante nuevo en política y radicalizado, sino por el que ya está en el poder gracias a esas mismas reglas, resultados y lo que vino después. Reino Unido, con su larguísima tradición parlamentaria, está a punto de provocar una catástrofe económica dentro y fuera de sus fronteras merced a la efectividad demagógica en un referéndum de un político de cuarta cuya máxima habilidad era tumbar a cervezas a los periodistas que le entrevistaban y del que ya nadie recuerda su nombre. Y luego está la rabia. La frustración general de una ciudadanía que ha trasladado su enfado con los políticos a su desapego, o rechazo, al mismo sistema. Cuando todo esto pase tal vez volvamos a recordar con cariño lo aburridas que eran las democracias que funcionan.

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