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¡Quélihace!

Por ana cristina restrepo j.

redaccion@elcolombiano.com.co

Una forma del resabio en algunos bebés es negarse a caminar.

A caminar no se aprende levantado en brazos, mirando el mundo desde arriba: es necesario tocar el suelo, tropezar, resbalar, caer. Es cuestión de coordinación y equilibrio, de esquivar el obstáculo. Bordear el abismo sin ceder a su llamado.

Algo similar sucede con el habla. Se aprende hablando, sin temor al balbuceo y a las “metidas de pata”. El tránsito por la ruta incierta hacia nuestra propia forma de expresión nos define como seres sociales.

Después de analizar algunas tutelas, la Corte Constitucional (CC) tomó decisiones sobre esa forma del habla que todavía nos cuesta entender: las redes sociales. De acuerdo con la CC, si se trata de insultos, la intervención de la justicia debe basarse en los siguientes criterios: el contexto en que se emite el mensaje o publicación (“es diferente lo que se dice en una fiesta que en una red social”); la magnitud del daño, el contenido del mensaje (“si es suficientemente denigrante”); su impacto en redes sociales o el medio de difusión; la cantidad de reproducciones que tuvo; la periodicidad y tiempo de dichas publicaciones, y si el aludido pudo responder.

Asiste la razón al editorial de El Espectador: “Al decir que no se puede “mortificar” a otras personas en ciertos casos, [la CC] está abriendo un boquete para que los jueces colombianos intervengan de manera caprichosa en el ejercicio de la libertad de expresión”. Criterios como “humillación”, “vida digna” o “mortificación” son subjetivos y en esa medida se marca un precedente peligroso.

¿Existen, entonces, límites a la libertad de expresión? El Código Penal determina que las expresiones directamente calumniosas o injuriosas están más allá del derecho en cuestión.

Hace unos meses, un par de abogados ofrecieron representarme después de que un individuo me llamara públicamente “activista de la guerrilla”, primero en redes sociales, después en una columna. Tres razones me impulsaron a rechazar el generoso ofrecimiento: 1) Mi trabajo periodístico me ha permitido conocer el nivel de congestión del sistema judicial, mal haría en contribuir a empeorar la situación; 2) A pesar de las consecuencias que dicho señalamiento público (y absolutamente falso) trajo para mí y mi familia, insisto en defender el derecho a la libre expresión. Callar, prohibir, censurar son salidas fáciles, zancadillas a la racionalidad; 3) Mi motivación más relevante: es necesario detener el ciclo de violencia que se desata cada vez que les damos visibilidad a voces que apelan al insulto (forma cuestionable, mas no criminal) y la calumnia (delito) como única vía para sobresalir socialmente.

Jamás he bloqueado a nadie en una red social ni he pedido que silencien los foros de las publicaciones en las que he participado. Tampoco soy masoquista, la libre expresión es hermana de la libre recepción: para qué leer el mismo repertorio gastado (“periodista prepago”, “enmermelada”, “puta”, “fea”, “vieja”...) ajeno al más mínimo reconocimiento de la dignidad del otro.

La libertad de expresión se contrarresta con más libertad de expresión: tal es la arquitectura de las redes sociales. Siempre nos queda el gran escudo de la infancia: “¡Quélihace!”.

Difiero de la Corte Constitucional, habitar los mundos virtual y real implica endurecer la piel. (Como ‘Cantares’ y con el perdón del poeta: se hace discurso al hablar).

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