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Queridas estanterías

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Por Elisa Ferrer

Aún no sabía leer y para mí erais puzles gigantes, muebles voluptuosos cuajados de libros que me fascinaban por sus lomos de colores, que ordenaba y desordenaba como ladrillos de Lego. Cuando agarraba vuestros libros al azar, subida a una silla para alcanzar los más altos, abría sus tapas con ceremonia, consciente de que mis manos estaban limpias a pesar de la merienda, y tocaba sus palabras mecanografiadas, símbolos que encerraban promesas, y tenían algo de conjuro, de misterio, de magia. Más de una vez repetí el ritual de manosear vuestras tripas, estanterías queridas, y apresaba novelas y fingía entender las palabras con solo tocarlas, con solo pasar sus páginas y mover los labios mientras unía frases inventadas al azar.

Años después, pasasteis de ser un puzle a ser un balcón a la inmensidad –casi casi al infinito–, y al agarrar vuestros libros dejé de intuir los símbolos y fui una hermana más para Meg, Jo, Beth y Amy, viajé en tren con Lucas el maquinista y Jim Botón, el niño que llegó por correo postal, o comí emparedados y bebí cerveza de jengibre con los Cinco, mientras dudaba de que tuvieran –tuviéramos– edad para beber cerveza de ningún tipo.

Los libros parecían reproducirse en vuestros estantes –cada vez estabais más llenos–, en especial, los que tenían un aura de misterio y a los que solo llegaba silla mediante. “Pero son libros para mayores, Elisa”, decían mis padres y volvían a colocarlos. Y quizá, por eso, brillaban más. Y quizá, por eso, cuando veía a alguien leyendo, le interrumpía, “¿qué pasa en tu libro?”. “Cuenta el día de una mujer londinense que pasea mientras planifica la fiesta que dará por la noche”, me contó mi madre. “¿Y ya está?”. Y mi padre habló del suyo, también un día en la vida de un tipo llamado Iván Denísovich, que vivía en un lugar tan frío que él y sus compañeros dejaban el termómetro en un poste que siempre amanecía congelado, lleno de hielo y nieve. Una fantasía para una niña mediterránea para quien la nieve era algo mágico.

Y llegó ese día en que temblé, porque, sin subirme a una silla, mi padre agarró un libro y recitó algo sobre una tarde, un pelotón de fusilamiento, el hielo de Melquiades. Me lo dio, con ceremonia, y me dijo: “Ya puedes leerlo, seguro que te gusta”.

Gracias, estanterías queridas, por enseñarme que en la literatura las sonrisas pueden serlo todo sin ser sonrisas, que un día roza la eternidad y que el hielo, cuando se cuenta bien, de tan frío, quema

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