En la placidez de la mañana dominical es más fácil escribir en tono reposado sobre la decisión de la Alcaldía de Medellín de no apoyar de modo oficial el concierto que el Alcalde Quintero había anunciado con el fenomenal cantante español Plácido Domingo.
Me resisto a creer que detrás de ese virtual veto a uno de los artistas más estimados y aplaudidos del mundo se esconda una perniciosa tendencia radical al prohibicionismo totalitario, muy característica de los sectores recalcitrantes y extremistas de la llamada ideología de la equidad de género.
Si Plácido Domingo fuera a ser nombrado funcionario de la administración municipal, por ejemplo director de una gran orquesta o de una monumental academia de música, es obvio que el Alcalde estaría en el derecho y el deber de escudriñar su hoja de vida, como presumo que esté procediendo con todos sus candidatos a ser subalternos suyos.
Pero ni aún así creo que tendría plena justificación borrarlo de la lista de postulados a figurar en la nómina, porque hasta ahora sólo pesan contra él las acusaciones de acoso de ocho cantantes y una bailarina, por hechos que habrían ocurrido hasta treinta años atrás.
Plácido Domingo no ha sido oído ni vencido en juicio y se presume su inocencia, aunque en este país ese principio universal del derecho se haya cambiado por la presunción de culpabilidad mientras no se le demuestre lo contrario al incriminado.
Plácido Domingo es no sólo un cantante magnífico, versátil, que impresiona a todos los públicos donde quiera que actúe. Es tenor lírico en óperas y zarzuelas y salta con maestría a cualquier aire popular.
Y parece normal que sea galante, que lance finos piropos a las damas, como buen peninsular. Y podría ser que en algunas circunstancias se hubiera pasado de los límites con alguna mujer tentadora. Pero esto no está probado y él mismo ha advertido que, si acaso, eran comportamientos juzgados antes con criterios muy distintos de los actuales.
Si Plácido Domingo va a presentarse en Medellín -¡Ojalá!- y así la Alcaldía no lo respalde, que tampoco establezca barreras para su concierto y que le dé las mismas garantías reconocidas a grandes artistas.
Pero, como decía, que no esté sobrevolando una ominosa tendencia a la censura de los contrarios, en nombre de una superioridad moral ficticia, la misma que invocan y se arrogan los apóstoles intransigentes del amenazante evangelio laico de la exclusión por motivos ideológicos.
Las actuaciones públicas del señor Domingo han sido siempre las de un caballero. Los personajes históricos son seres humanos de carne y hueso, con virtudes y defectos y así hay que justipreciarlos, incluso cuando se trata de santos, héroes o mártires. No hay que temerle a Plácido Domingo.