Por primera vez en mi vida, las certezas que antes parecían bienes inalterables han desaparecido y cada segundo es una hora, las horas días y los días meses. Un amanecer lo es todo y cada puesta de sol, otra muesca en el calendario. La pandemia del coronavirus 19 ha trastocado por completo nuestra existencia y, en la segunda semana de aislamiento aquí en España y superado el millar de muertes, solo me queda dar gracias a Dios por permitirme lanzarles un mensaje de esperanza. Porque entre todo este dolor de quienes han caído y siguen enfermando, debemos también extraer lecciones. La primera es que nuestra fragilidad como especie es la de una figura de cristal en manos de un malabarista tuerto. La segunda, que en nuestra soberbia malbaratamos el tiempo en disputas ridículas en vez de compartir nuestros destinos.
No quiero abrumarles con las cifras de la tragedia que se vive en Europa ni con los reproches que podríamos lanzar contra la dictadura china y nuestros propios y crédulos gobiernos, que dejaron pasar al menos un mes en la creencia de que esta pandemia no nos alcanzaría. Sobre todos nosotros, especialmente sobre nosotros los periodistas, recae buena parte de la responsabilidad, pues deberíamos haber buscado la verdad en lugar de conformarnos con difundir la propaganda.
Afrontamos la segunda semana de confinamiento en España sin que se atisbe siquiera la luz al final del túnel. Algunos expertos hablan ya de que no se alcanzará el pico de contagios hasta mediados de abril, dentro de unas tres semanas. Cada nuevo anuncio, cada mensaje oficial, cae como una losa en la moral de todos nosotros, pero al menos creemos que ahora sí nos dicen la verdad, por cruda que sea. Así que solo queda seguir. Porque mientras les escribo estas líneas y recibo alertas de casi 800 nuevos muertos en Italia en un solo día, escucho a mis hijos reír, tratando de abstraerse de lo que se nos viene encima. Y a mi mujer jugar con ellos, mil veces más fuerte que yo, sin un solo gesto de congoja, con una fe inquebrantable en un futuro flotante al que todos tratamos de asirnos como náufragos en medio del océano.
Mientras la primavera llega a esta parte del mundo y los árboles sacan sus hojas verdes regados por la lluvia de Madrid, vuelvo a olerme las manos que me he lavado hoy cien veces para tratar de escudriñar en ellas un rastro de lavanda, buscando detectar que el olfato aún esquiva al enemigo. Y paladeo cada sorbo de vino como si fuera el último para probarle a mis sentidos que aún sigo vivo. Pensé que a estas alturas podría ya dormir tranquilo, pero la inquietud acecha cada día en más rincones. No solo del exterior, sino en mi propia casa.
Pese a todo, les ruego que no se desanimen. Nos llevan semanas de ventaja y, si mantienen un estricto confinamiento y se preparan, podrán afrontar mejor la pandemia. Gracias a la tecnología, disponemos hoy de más información que nunca para afrontar una emergencia como esta. La Humanidad ha superado pestes mucho peores completamente a ciegas. Hoy, ya se están probando en pacientes varios tratamientos en los que se combinan medicamentos para la malaria y retrovirales, cuyos resultados no tardarán mucho en conocerse. Los sistemas sanitarios, colapsados pero centralizados, pueden realizar una radiografía más completa del enemigo al que nos enfrentamos, mucho más agresivo de lo que creíamos, pero con puntos débiles también. Y además están las cifras de contagiados que se están recuperando. No hablo de la inmensa mayoría que lo está pasando en casa sin diagnóstico, sino de quienes fueron hospitalizados y van saliendo tras superar los dos tests negativos de precepto. Al fin, tienen suerte de que el virus haya saltado rápido a países donde la información no está completamente contaminada.
Así que sean inteligentes, resistan, para que podamos vernos por aquí en una semana. Si Dios quiere .