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Rosas Azules

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Por Almudena Grandes

A mi madre, allá por los años 70 del siglo XX, le gustaban las figuras de porcelana. A mi padre le gustaba comprar cosas. No era una afición enfermiza, ni una amenaza para la economía familiar, ni un pozo adonde fueran a parar cantidades de dinero que no se podía permitir, ni mucho menos. De vez en cuando, simplemente, cuando estaba muy aburrido y disponía de extras para gastar, se iba solo, los sábados por la tarde, a darse una vuelta por los anticuarios de la calle del Prado, teniendo muy presente que a su mujer le gustaban las figuras de porcelana. Luego, cuando volvía a casa, ella le regañaba o no, en función del grado de coincidencia de su compra con sus propios gustos.

Yo también tenía mi gusto, pero al parecer estaba muy desajustado. Lo que más me gustaba de todo lo que mi padre trajo a casa algún sábado por la tarde eran dos floreros pequeños, disimulados en un árbol hueco, con un pastor y una pastora que se hacían compañía sin mirarse jamás.

—¡Pero si esto ni siquiera es porcelana! —se escandalizó mi madre—. Es cerámica barata, de Talavera o vete a saber...

—Pues a mí me encantan —repliqué—. Quiero heredarlos.

Y los heredé, pero en aquella época no podía imaginar cuántos años pasarían antes de que estuvieran en mis manos.

Mi madre murió muy joven, a una edad tan errónea, tan dolorosamente absurda que no quiero ni escribirla. Mi padre la sobrevivió casi 30 años, dando bandazos como un borracho seco, un boxeador sonado que se agarraba a la cuerda que le pusieran delante con tal de no caer. La cuerda más estable que encontró fue su segunda mujer, la persona más longeva de la familia, que cuidó de él muchos menos años de los que sus hijastros cuidamos de ella. En resumen, cuando heredé a los pastorcitos de Talavera, o de donde fueran, ya estaba a punto de cumplir 60 años. Así llegó el reloj a mi vida.

Mis hermanos y yo hemos compartido tantas muertes crueles, tantos gastos en común, tanto de tanto, que nunca jamás hemos tenido ningún problema para repartir. Lo que quedaba tras la muerte de la viuda de mi padre eran los objetos que habían amueblado y decorado la casa de nuestra infancia, pero no fueron una excepción.

—A ver, por orden de edad, que cada uno escoja algo que le guste, y así hasta el final...

De vez en cuando se nos escapaba un suspiro —¡ay, eso me gustaba a mí!— sin consecuencias, salvo que culminara en un trueque beneficioso para ambas partes. Y, mientras tanto, iban revelándose los apestados, destinados al carro del trapero.

—Pues yo creo que el reloj es bueno...

—¡Es horroroso, por favor!

—No, si digo de calidad.

—Pues llévatelo tú, porque a mí no me gusta...

Me lo llevé yo. Lo tengo delante ahora mismo. Dos niños cabezones, vestidos de azul y dorado, a la moda del siglo XVIII, sentados en un balancín. Tras ellos, el péndulo de un mecanismo que lleva décadas parado. Rematando el conjunto, el reloj en sí, esfera blanca, números romanos y unas rosas de porcelana azules a medio camino entre las flores comestibles de colores y las decoraciones de los bazares chinos baratos. Pero... si mi padre lo trajo a casa un fin de semana, ¿cómo iba a consentir yo que se lo llevara un chamarilero?

Mi asistenta, que es rumana y muy resuelta, se lo llevó un buen día al relojero del mercado. Él le dijo que solo podía juzgar el mecanismo, que era inglés, antiguo y de buena calidad. Claro que puede no ser el original, añadió, aunque esta estética de pastorcillos que ahora nos parece tan fea tuvo su momento... Esa es toda la información que tengo del reloj. La mayor parte de los días me inclino a pensar que es bueno, pero luego me acerco a mirarlo con atención y me vengo abajo. Comprobarlo sería tan fácil como meterlo en una caja y llevarlo a la calle del Prado, para someterlo al juicio de un anticuario experto. No es cuestión de dinero, sino de tranquilidad, y por eso no me decido nunca a hacer ese trayecto.

¿Y si resulta que al final es bueno, con lo injustos que hemos sido con él? ¿Y si es valioso, aunque mi madre echara pestes de su fealdad? ¿Y si no vale nada? Eso sería lo mejor.

De momento, lo miro todos los días, y no es menos feo, pero cada vez le tengo más cariño 

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