El pasado veinte de junio, a los noventa y cuatro años de edad, partió don Leonardo Nieto Jarbón, el creador y mentor del café-restaurante Versalles, situado en el más popular pasaje del centro de la ciudad: Junín; con él se van cerca de sesenta años de la historia, la cultura y la culinaria de Medellín. Un hombre que, con el ánimo de conocer la ciudad donde murió Carlos Gardel, abandonó su tierra natal para aposentarse aquí con su esposa, donde prodigó sus afectos por doquier y contribuyó al bienestar de muchas personas; él también fundó hace cincuenta años la Casa Gardeliana –sitio obligado para los amantes del tango– y fue el mentor del Festival Internacional del Tango.
Don Leonardo Nieto Jarbón fue un hombre de bien que, sin ser colombiano ni ningún letrado, le aportó a esta comarca más que cualquier político infecto y le dio a varias generaciones lecciones de decoro, lucha, templanza, emprendimiento y transparencia. Hizo empresa mediante la cual generó empleo, fundó una familia (de la cual sobreviven sus dos hijas), se preocupó por la cultura y el arte y, tal vez lo que más se debe destacar, fue un ser humano ejemplar; él deja un inmenso legado y permanecerá, por siempre, en nuestros corazones, porque ha construido un camino de gloria y desde el infinito nos cobija con su abrazo.
Esa es la razón por la cual la vida y la obra de este hombre incansable han sido objeto del examen con lupa por parte de los cronistas, de la mirada escrutadora de los periodistas y, añádase, de la pluma ágil de los escritores; entre estos últimos, debe recordarse a Guillermo Zuluaga Ceballos con su libro –en dos ediciones– intitulado “La vida Pasa en Versalles”, escrito para conmemorar los cincuenta años del populoso establecimiento. Ese sitio, recuérdese, es también parte de la vida de muchos de nosotros porque desde nuestros años mozos –cuando éramos jóvenes universitarios idealistas y creíamos posible construir una sociedad mejor– lo frecuentábamos en plan de departir, disfrutar de su gastronomía, encontrar a los amigos, ver a nuestros amores y, a veces, escondernos de los olvidos y las nostalgias.
Durante todas estas décadas, Versalles ha sido el sitio de encuentro y tertulia para intelectuales (¡recuérdese, por ejemplo, la figura cimera de Alberto Aguirre Ceballos!), homabres públicos, jóvenes colegiales, jubilados, comerciantes, deportistas (como los amantes del fútbol, cuyos ídolos han desfilado por allí), etc. Versalles, pues, es y será –ojalá cuando retorne algo de la perdida normalidad y ese emblemático espacio recupere su fuerza vital– el lugar para soñar y poder decir, con los poetas nadaístas que encontraron allí uno de sus lugares predilectos para sus reuniones, a través de la boca del escritor Eduardo Escobar, que él es “testigo de nuestros ocios creadores. Testigo de nuestras crisis existenciales. De nuestras depresiones y nuestros júbilos y nuestros primeros libros y nuestros amores”; así mismo, que él sigue con vida y todavía recuerda las visitas de Ernesto Sábato y Jorge Luis Borges, entre muchos otros.
En fin, Versalles es la morada por la cual –durante las noches silenciosas– todavía desfila la figura de ese gran escritor que fue Manuel Mejía Vallejo, quien, de forma periódica, le agrega algunas páginas a su novela “Aire de Tango”, y repite con el Zorzal Criollo y don Leonardo: “Sentir que es un soplo la vida/ que veinte años no es nada/ que febril la mirada/ errante en las sombras/ te busca y te nombra”. Por eso, hoy lleno de nostalgias, permítanme también cantar con ellos y regresar al sitio donde he dejado parte de mis afectos y al que, antes de que la nefasta pandemia lo impidiera, me trasladaba de vez en cuando: “Quiero emborrachar mi corazón/ para olvidar un loco amor/ que más que amor es un sufrir. Y aquí vengo para eso, /a borrar antiguos besos/ en los besos de otra boca...” .