Ignacio Martín-Baró –jesuita asesinado en 1989 por el Ejército salvadoreño– destacó, en uno de sus estudios sobre la salud mental en la guerra, que el ocultamiento sistemático de la verdad era una característica fundamental de la realidad del conflicto.
La negación, la distorsión, la falsificación y la invención de hechos confluyen para producir versiones difundidas oficialmente que, progresivamente, toman fuerza y generan una “especie de penumbra psicosocial donde se entremezclan lo real y lo ficticio, y donde los fantasmas terminan imponiendo su ley al conocimiento, hasta el punto de que algunas personas y grupos llegan a creerse las mentiras que ellos mismos han fabricado” (Martín-Baró, “La institucionalización de la guerra” 1989). Esas versiones están (o pueden estar) repletas de hechos ciertos.
El problema es que el resultado final –lo creído– es una incontrolada mezcla de ficción y realidad que engaña incluso a quienes fabricaron las mentiras.
El proceso mediante el cual un mentiroso (o una fábrica de mentiras, que las hay especializadas en todo) engaña a un incauto (o a una masa de creyentes) es gradual y responde a múltiples explicaciones. Por un lado, el tamaño y la apariencia de la mentira pueden ser menores; por lo tanto, el proceso de control de la mentira es débil o sencillamente su aceptación pasa desapercibida.
Por otro lado, las motivaciones para creer en la mentira son variadas; pueden responder a: la ignorancia, la necesidad de creer en algo (o en alguien), la sustitución inadvertida de una mentira por otra versión falsa, la necesidad de sustituir una verdad incómoda, o la persuasión por simpatía o por autoridad, entre otras.
El problema es que, al no ser confrontada la mentira, descendemos gradualmente en una trama construida a golpe de engaño. La connivencia con la mentira no es, necesariamente, consciente. Uno de los elementos de su institucionalización es que no sabemos (o no queremos saber) cuánta mentira nos envuelve.
La primera secuela es una idea delirante (pero cierta): las mentiras exitosas quedan revestidas de un manto de veracidad. Es decir, la mentira deja de ser mentira –desaparece. Lentamente, circularmente, gradualmente descendemos (o descendimos) en una espiral de mentira. No, no es mentira: es verdad. Ese engaño (o autoengaño) termina por institucionalizar la mentira.
Segunda secuela: la mentira se inmiscuye en la historia y en las redes de significación, a tal punto que se vuelve esencia de identidad y de futuro. Las mentiras que ya no se sabe que son mentiras son defendidas a muerte, protegidas para que nadie afecte la honrosa historia elaborada, peleada, ganada, exaltada. ¡Esa historia no es mentira, es verdad!
Así estamos: sitiados por la mentira, experimentando la realidad según las consignas del Partido, grabadas en la pared del Ministerio de la Verdad en el Londres orwelliano: “La guerra es la paz. La libertad es la esclavitud. La ignorancia es la fuerza” (George Orwell, 1984). Hay que entrenar la memoria, recordar (como se quiere), falsificar o anular lo que sea necesario; además “es necesario olvidar que se ha hecho esto”. Esa es la receta del doblepensar.
Remate (con secuela): todo esto puede ser una mentira recargada (de contención e ironía) –otra secuela (en otro sentido).
Si a alguien he incomodado, recuerden que la sicología nos enseña que cada mentiroso necesita creer sus propias mentiras para mantener alguna noción de su autoestima. ¿Verdad o mentira?.