Estación Fragmentos, a la que llegan los disfrazados y maquillados en exceso, los aparentes y los creadores de eufemismos, los que se saltan una parte y caen en otra donde improvisan, los que caminan evadiendo lo principal y se pegan de lo impertinente, palabra esta que me gusta mucho porque la mejor manera (o la peor) de deformar la realidad es tratar de reemplazarla por otra que mueve a emociones y no a razones. Lo pertinente es lo que es en este lugar y ahora, lo impertinente lo que no es aquí ni cabe en el momento o lo que quiere cubrir lo cierto para evitar la evidencia, lo que ya es una perversidad de la inteligencia. Y así, queriendo que un fragmento absorba un todo (como una bolsa a la que le meten más de lo que resiste), lo que encierra lo fragmentario queda estrecho y al final se revienta y entra en crisis, se desborda, pues la totalidad no cabe en la parte, y como resultado (la realidad es como el agua, se cuela por cualquier intersticio y acaba por evidenciar lo que se niega) todo empeora y ya el daño exige reparaciones más grandes. Como decía Baruj Spinoza, el mundo es como es y no como queremos que sea. Y ¿qué es la mentira? Una idea falsa, un deseo y una imaginación, siempre una incertidumbre.
Blaise Cendrars, el escritor francés viajero y fumador empedernido, escribió un libro que tituló El hombre fulminado, en el que habla de un militar al que le cae un rayo (pudo ser una bomba, pues estaba cerca de una trinchera) y de él no quedan sino fragmentos y ante el hecho (un pedazo por aquí, otro por allá, los más perdidos), sus amigos tratan de amarlo con imaginarios. Es la primera guerra mundial y, como metáfora, con esta lo que había de orden y certeza quedó fulminado (valores, costumbres, principios) y ya lo único por hacer es andar por ahí presumiendo y soñando y, si es del caso, mintiendo con descaro para provocar realidades inexistentes que, como tales, duran lo que una pompa de jabón.
El siglo XX mató la verdad y creó un miedo intenso a saberla, pues confronta, daña las apariencias y pone en evidencia el engaño (el autoengaño). Y ante este miedo, nos invaden los deseos (la codicia es el peor), las deformaciones, las soberbias ciegas y la irrealidad permanente, convirtiéndonos en una muchedumbre solitaria y rumiante que se alimenta de lo que lo traga, deglute y expele, siendo la última acción la que obliga a agarrarse a los restos, que huelen mal y en ese mal olor, se sueña y se hace teatro.
Acotación: la verdad es lo que hay y pasa. Y evadirla es deformarla para que haya más peor y pasé más. Mentir es ponerse de cara al alud que nos cae encima.