Por José Guillermo Ángel R.
Estación Estante Ciudad, no muy amplio, pero sí bien escogido, en el que se encuentran los libros pertinentes sobre el dónde estoy (barrio, la palabra comuna me parece atrabiliaria) y en qué condiciones urbanas. Libros que me sirven no solo para situarme y moverme sino para entender qué es la ciudad, hasta dónde puede llegar, cuáles son sus compuestos (servicios públicos, movilidad, urbe-esferas etc.) y cómo debe ser administrada (gerencial y políticamente) para que dé utilidades para una continua inversión y no se convierta en un espacio contaminado, ruidoso, densificado hasta el desorden y poco habitable, como bien pasa con las ciudades cuando estas no se manejan con base en el bien común, la salud pública, la educación debida y la productividad necesaria para que haya desarrollo (economía competitiva) y crecimiento (ciudadanos cada vez mejores). Así, estos libros, que a veces resultan siendo proféticos (son prospectivistas y megatendenciosos), tratan sobre experiencias, soluciones coyunturales, planeaciones correctas o las faltas de sentido con errores o delitos en urbanismo y política, debido a la corrupción.
Hoy en día todas las ciudades se parecen; se verticalizan, tienen problemas de movilidad y de abastecimiento de agua, son ruidosas y se densifican de manera desordenada. Esto ya lo había previsto Lewis Mumford en La ciudad en la historia, cuando hablaba (reforzando con ensayos en revistas) de las megalópolis (esa propensión a las ciudades deformes), la planeación incierta y la falta de un control severo para no perder la ruralidad, que es la que abastece a la ciudad con verduras, frutas y carne a bajos precios. Y a Mumford lo sigue Jane Jacobs con su Muerte y vida de las grandes ciudades, en la que habla de la desaparición de la calle y los pequeños negocios, quejándose de las unidades cerradas, del hombre solitario en el ascensor y lo que Darío Ruiz Gómez (autor de Medellín: diario de ciudad y Mirada de ciudad) llama la ciudad descafeinada y de mentiroso urbanismo.
La ciudad es una estructura moral (allí deben darse las buenas costumbres humanas) y no es un asunto para soñar o publicitar con slogans. No es un imaginario, como en el que a veces cae Edward Glaeser (El triunfo de las ciudades) y menos un trasplante, cosa que gusta mucho a los planeadores políticos. La ciudad tiene unos lenguajes y hay que verlos (Deyan Sudjic), fluye en nosotros mismos como en El libro de las ciudades, de Guillermo Cabrera Infante. Y hay que vivirla para que la tecnología no la vuelva un monstruo (La ciudad a lo lejos, Jean-Luc Nancy). Está ahí y nos debe abrazar, no abrasar.
Acotación: para mis clases en la Universidad escribí, al alimón con Gustavo Arango Soto, dos libros; Condición de ciudadanía y Conversando en Medellín. Y en ellos, teníamos claro que la ciudad debe ser gobernada por ciudadanos de ciudad y no por políticos rurales .