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Arturo Guerrero
Columnista

Arturo Guerrero

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Solo mueren los honrados

Por

arturo guerrero

arturoguerreror@gmail.com

Los grandes muertos de las últimas semanas tienen común denominador: fueron gente buena. Günter Grass, Eduardo Galeano, Manoel de Oliveira, entre nosotros Nicanor Restrepo y Carlos Gaviria. Mentes poderosas, plenas de generosidad, impregnaron de libertad y atrevimiento la literatura, cine, empresas, jurisprudencia.

Se fueron en un otoño reverberante de sabiduría, habrían alumbrado al mundo algunos años más. Incluso el director de cine portugués Oliveira, quien a sus 106 años no cesaba de aplicar el ojo a la escultura del tiempo. Le faltaron catorce para ajustar los 120 reglamentarios en esta era próxima a los cyborgs. Casi igual a lo que pasó a finales de 2012 con el arquitecto brasileño Oscar Niemeyer, quien seguía construyendo cuando la muerte lo tocó faltando diez días para sus 105.

Poco más arriba de los 70, Nicanor, Galeano y Gaviria, quedaron debiendo casi la mitad de la vida viable. Grass y nuestro Gabo –revivido en su aniversario-, se marcharon refundidos en los 87, de tanto imaginar y tanto compendiar siglos.

Años más, años menos, el hecho es que los difuntos en serie de los recientes tiempos pertenecen al lado esclarecido de la humanidad. Se pregunta uno entonces por qué se mueren los buenos y por qué parecen eternos los malos. Y salta Oscar Wilde, muerto a sus 46 en 1900, con la siguiente contestación: “los honrados mueren antes de tiempo”.

Claro que dividir a la gente en buenos y malos es odioso, además de irreal. Pero la desaparición de los mejores seres es de verdad preocupante. El mismo Wilde propone una tesis que facilitaría la comprensión de estas muertes prematuras: “en la vida práctica el éxito, el verdadero éxito, tiene a veces algo de inescrupuloso; la ambición tiene siempre algo de inescrupuloso”.

Así pues, por un lado iría la vía ideal de democracia e independencia, de creación y ética; y por otro, divergente, la vida práctica con su supresión de escrúpulos y su asechanza ambiciosa. Los ilustres muertos frescos transitaban evidentemente por caminos guarnecidos de escrúpulos, de gestos finos.

¿Quién descarta que, a cierta altura de su lucidez maciza, estos hombres-faro se hayan simplemente hastiado? Quizá su sentido estético les aceleró la partida. Habían pensado demasiado pero se habían repugnado demasiado. En algún momento de su falibilidad orgánica, habrían tendido brazos al silencio.

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