Querido Gabriel,
Hace unos días, la congresista Juanita Goebertus hizo pública su decisión de no participar en las próximas elecciones y declaró su “vocación de ser servidora pública”. Algunos reaccionaron con ira en las redes, aprovecharon para criticar la burocracia estatal, calificándola de parásita y afirmaron que casi no hay servidores públicos capaces, decentes o admirables. Incluso leí en redes esta frase, a manera de advertencia o regaño: “El sector público vive del privado”. Como conozco cientos de empleados públicos competentes que hacen un aporte indispensable, quise proponerte esta reflexión, y es que quizá no exista tal jerarquía, que esa idea de que algunos oficios crean valor y otros no es producto del ego y de cierta falta de imaginación narrativa. ¿Crees que alguien puede ser menos que otro por hacer lo que hace? ¿De dónde surge que artistas y políticos son menos, o más, que economistas o empresarios? ¿Hablamos del valor humano del trabajo, de la digna labor de obreros, vendedores, científicos, políticos, empresarios, profesores, músicos y sacerdotes?
Las empresas conscientes e innovadoras son esenciales y los políticos decentes y capaces también. De pronto el problema surge de lo que consideramos valioso y la equivocada asociación de la palabra valor con lo meramente económico, mientras su etimología está relacionada con la fuerza y el coraje. Valor crea el médico que salva una vida; valor construye el profesor que hace una pregunta; valor nos entrega quien compone una canción; valor crean el político en el que podemos confiar, el empresario que genera empleo y el poeta que representa el llanto y la dicha de la humanidad entera. No somos, intersomos, dice en un poema del monje budista Thich Nhat Hanh: todos vivimos de todos.
“Artesanía es el término para ese duradero y básico impulso humano, para ese deseo de hacer bien un trabajo por sí mismo”, escribe Sennett al comienzo de su libro El artesano, que te sugiero leer para nuestra tertulia. Más adelante cita a Platón: “Los artesanos son todos poetas... no les decimos poetas, les damos otros nombres”. De este libro aprendí que todo aquel que hace una labor, sea manual, intelectual o ritual, es artesano, en un sentido amplio.
“Mi oficio es mi arte, es vivir”, escribió Montaigne. Los humanos somos artesanos por naturaleza, artesanos de lo material y de lo imaginario; también artesanos del mundo, aunque tenemos la urgencia de aprender a hacerlo mejor en los próximos años, y, finalmente, artesanos de nuestra propia existencia. Por eso, todo oficio es digno cuando se hace con calidad, amor y compromiso. Pero ¿cómo llegamos a encontrar el nuestro? Quizá sea un poco el destino, como dijo Gabo; algo de deliberada decisión habrá, seguramente; pasión tiene que haber porque “el trabajo es amor hecho visible”, como escribió Gibrán y, desde luego, tendría que vibrar en nosotros la alegría: “El trabajo permeado por la actitud del juego, es arte”, dijo Dewey.
La pregunta sobre el valor de un oficio sería, entonces, más ética y estética que económica o social. El orgullo de un artesano, sea cual sea su ocupación, nada tendría que ver con ese tribalismo egocéntrico que resulta en que algunos empresarios sugieran que son la única fuente de valor, ciertos políticos crean que solo a ellos corresponde liderar, unos académicos sientan que se las saben todas y algunos artistas piensen que nadie comprende la humanidad como ellos. Provoquemos la conversación, en consonancia con esto, con las líneas finales de El artesano: “El cojo Hefesto, orgulloso de su trabajo y no de sí mismo, es la persona más digna en la que nos podemos convertir”.
* Director de Comfama