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¡Togas bellas para todos!

Por Fernando Velásquez V.

fernandovelasquez55@gmail.com

En nuestro país es obligatorio el uso de la toga para los jueces en las audiencias (artículos 148, Código de Procedimiento Penal; y, 42-13 Código General del Proceso), con la idea de revestir su figura de solemnidad y transmitirla al acto mismo de la impartición de Justicia; nada se dice de los restantes intervinientes en los procesos judiciales: defensores, fiscales, procuradores y acusadores privados. Es más: el diseño de la prenda es sencillo y con pocos distintivos; y, agréguese, el color del atuendo es el negro que se asocia con la seriedad, la elegancia y la nobleza, aunque mucho simboliza la noche, la ausencia de luz y el misterio.

Así las cosas, no deja de ser discriminatorio que en actuaciones regidas por el principio de la igualdad de las partes, a una de ellas se le obligue a usar un ropaje que la diferencia de las demás; en sana lógica, si la idea era dignificar el sagrado rito de administrar justicia, se debió generalizar la obligación de vestir ese traje para todos los sujetos procesales. Así mismo, dígase con toda claridad, los vestuarios empleados aquí no son bien confeccionados porque más semejan un atuendo de difuntos y, a veces, ello se pone en evidencia cuando sus portadores exhiben gran tosquedad. También, es caprichoso que se utilice solo el color negro que suele denotar la congoja por los que parten, como si todavía los administradores de Justicia le dijeran adiós a la reina Mary II, fallecida en 1694, momento a partir del cual se generalizó esa tonalidad en Inglaterra; o, para variar, se obedeciese a nuestro rey Felipe II (cuyo reinado transcurrió entre 1556 y 1598) quien enlutó a todos sus funcionarios con ese fusco ajuar.

La discusión propuesta no es baladí ni inoportuna porque se relaciona con el poder de los símbolos en las relaciones humanas –que es enorme– y termina por arrasarlo todo cuando ellos se emplean mal, hasta con la tarea de administrar Justicia; ellos representan una idea y dan paso a convenciones que se aceptan en el medio social y cultural. Máxime si el asunto toca con uno de los poderes de un Estado laico y moderno, en un mundo cada vez más globalizado e integrado, cuando esas prendas deberían tener una coloración más cercana al acto sublime de administrar justicia: podrían ser verdes, para propender por la esperanza; azules celestes, para rememorar al cosmos profundo. Incluso, blancas, para simbolizar la pureza (entre los romanos era un traje formal); rojas, como las portadas por los magistrados del Tribunal Constitucional alemán o los jueces italianos; o, añádase, de tono carmesí a semejanza de los dignatarios del Tribunal de Justicia de la Unión Europea.

En cualquier caso, debe decirse con el gran pensador Piero Calamandrei: “Amo a la toga, no por los adornos dorados que la embellecen ni por las largas mangas que dan solemnidad al ademán, sino por su uniformidad estilizada, que simbólicamente corrige todas las intemperancias personales y difumina las desigualdades individuales del hombre bajo la oscura divisa de la función”. Es más, se debe defender esa uniformidad porque ella “reduce a quien la viste a ser un defensor del derecho, «un abogado», como quien se sienta en los sillones del Tribunal es «un juez», sin adición de nombres o títulos” (cfr. “Elogio de los Jueces escrito por un Abogado”).

Pero el asunto va más allá del diseño y el viso de las togas porque, en medio de la corrupción, la incultura y la mediocridad generalizadas, tienen que cambiar los hombres que administran este esencial servicio público y, por supuesto, se debe transformar todo el entorno social, económico, ecológico y político. Es más, en plan de enaltecerse y si se quiere dar un grito de democracia e independencia contra el autoritarismo, las agremiaciones de abogados, procuradores y fiscales deberían disponer el uso de la toga en todas las audiencias; nadie les prohíbe hacerlo .

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