Por ana cristina restrepo j.
Esa suerte de “Google de carne y hueso” que fue Antonio Panesso Robledo solía decir que la llave de la memoria es el interés. Las ferias del libro, los anaqueles de librerías y bibliotecas públicas y caseras reflejan el auge de uno de los productos editoriales más “comunes” (en el peor sentido del término) y a la vez exigentes (en su acepción más elevada): las memorias. Libros como “Hasta que seamos libres”, de Shirin Ebadi, o “Una tierra prometida”, de Barack Obama, recogen recuerdos de personajes, con énfasis en ciertos episodios históricos de su vida. Detrás de las memorias, de la emoción de la intimidad y la anécdota, de la microhistoria que se abre a lo universal, está la duda: ¿cómo lograr que esas traiciones al olvido sean memorables para otros?
Aunque editadas en 2014, pareciera que las “Memorias olvidadas” de Andrés Pastrana empezaron a existir hace un par de semanas gracias a la Comisión para el Esclarecimiento de la Verdad. ¿Por qué la intrascendencia es súbitamente relevante?
Si alguien caviló en torno a la memoria fue Gabriel García Márquez. En El País, escribió “El placer de narrar” (1991): “A partir de cierta edad, cualquier cosa que uno escribe ya forma parte de sus memorias. Los cuentos que estoy escribiendo ahora son una mezcolanza de realidad y de ficción, de memoria y de invención, que yo mismo ya no sé dónde termina una cosa y dónde empieza la otra. Y de veras hay momentos en que no sé si me sucedió o me lo inventé o que me lo inventé hace tanto tiempo que ya creo que me sucedió”. El pacto tácito que proponen las memorias implica que, al leerlas, no solo cedemos a la vanidad del autor que se considera a sí mismo un centro de atención: también estamos dispuestos a confiar en la selectividad de sus omisiones, tanto como en las mentiras o imprecisiones del recuerdo... hermano ruidoso del olvido.
Escribir memorias, autobiografías o biografías cuando muchos de los protagonistas de la narración siguen vivos es un salto al vacío, no solo por el rigor que implica el contraste de los hechos, sino por el sometimiento a la guillotina o a la coronación de la escritura: la interpretación. Si bien las memorias son un género híbrido, con dosis moderadas de narcicismo (contenidas por el editor, o aupadas por él), existe un factor del que no pueden prescindir: el músculo vital que legitima al narrador. Más que en la historia contada, el músculo vital está definido por la forma del acercamiento a los propios actos y sus consecuencias. Mis palabras no excluyen a la juventud, trascienden la medición de “años humanos”. ¿Se puede calibrar la experiencia narrada del mismo modo en que transformamos la edad de algunos animales? “Mi gato tiene ochenta años humanos”. Hay vidas vividas en “años Rimbaud”.
En la XV Fiesta del libro conversaré con dos autores de memorias: “El camino que abrimos”, de la excanciller María Emma Mejía, y “El presente como historia”, del profesor Álvaro Tirado Mejía. Ambos libros visitan unos hechos históricos desde perspectivas distantes (el género, principal marca de lejanía), cómo esos eventos han trascendido y la manera en que cada uno los resignifica. Sin escándalos, estas obras son, en esencia, traiciones al olvido, lo más parecido a una búsqueda de la serenidad del alma