Por LUIS FERNANDO ÁLVAREZ J.
Con fundamento en un principio de legitimidad, la Asamblea Nacional Constitucional elegida hace 30 años, debió superar tres obstáculos jurídicos fundamentales: (i) El artículo 209 de la Constitución de 1886 disponía que dicha Carta sólo podía reformarse a través de Actos Legislativos expedidos por el Congreso, (ii) las autoridades electorales carecían de competencia expresa que les permitiera reconocer y contar los votos depositados por la denominada séptima papeleta, (iii) el Presidente de la República tampoco tenía facultades constitucionales explícitas para convocar una Asamblea Nacional Constitucional. Estos tropiezos legales se superaron sometiendo el procedimiento constitucional, a las disposiciones propias del Estado de Sitio. El país venía, desde años atrás, sujeto a las regulaciones correspondientes a la conmoción interior, por lo que el Gobierno consideró que la convocatoria de la Asamblea Constitucional constituía un mecanismo necesario para la conciliación nacional, por sus efectos en materia de ampliación de los espacios de participación democrática y defensa de los derechos fundamentales. Además, mediante decreto 927 del 3 de mayo de 1990 dispuso que “mientras subsistiera turbado el orden público y en Estado de Sitio, la autoridad electoral procederá a adoptar las medidas necesarias para contabilizar los votos que se produjesen en la fecha de las elecciones presidenciales de 1990 en torno a la posibilidad de integrar una Asamblea Constitucional... integrada democrática y popularmente para reformar la Constitución Política de Colombia?”.
Sin embargo, las supuestas o reales contradicciones entre lo legítimo y lo legal, no terminaron allí. Dos situaciones adicionales debieron superarse: en primer lugar, quizás con el propósito de no desconocer el mandato de la anterior Constitución, el Gobierno dispuso que la ciudadanía concurriría a la elección de una Asamblea Constitucional para reformar la Constitución Política de 1886, dando a entender que se trataba de un órgano colegiado supeditado a las disposiciones de la vieja Carta. Sin embargo, a la hora de la verdad se constituyó en una Asamblea Constituyente que optó, no por reformar la Constitución, sino por expedir una nueva Carta, de acuerdo con el reglamento expedido por la propia Asamblea. La voluntad legítima del poder ciudadano se imponía sobre las exigencias normativas del orden preexistente.
Otro aspecto digno de mencionar es que en Colombia, quizás como en ningún otro país, el funcionamiento de una Asamblea Nacional Constitucional (luego Constituyente) coincidió con el funcionamiento del Congreso Nacional, de manera que en un momento determinado mientras aquella adelantaba su proceso constitucional, el Congreso debatía una especie de contrarreforma, con todos los problemas jurídicos y políticos que ello implicaba, razón por la cual se optó por la revocatoria del Congreso, y la Asamblea Constituyente revistió al Presidente de la República de precisas facultades extraordinarias para ejercer funciones propias del Congreso Nacional; además, creó una Comisión Especial de 36 miembros elegidos por ella misma, con competencia para improbar los proyectos de decreto preparados por el Gobierno para el ejercicio de las facultades extraordinarias. Es un tema poco analizado en la confrontación entre legitimidad y legalidad.