Estoy convencido de la necesidad urgente de establecer un orden jurídico mundial, que bajo el influjo de la justicia social, activada tanto por instituciones públicas como privadas, permita a los seres humanos armonizar el planeta, establecer unas directrices financieras adecuadas al bien colectivo y no al interés particular de unos pocos.
Este mundo dejará de ser habitable si las desigualdades continúan creciendo. No puede haber convivencia pacífica, si no eliminamos las barreras del egoísmo que nos enfrentan, con un reparto equitativo de los bienes sociales.
En una sociedad como la actual, sin principios, ni éticas, con un aluvión de injusticias, no es factible que se respeten los derechos humanos, por mucho que los vociferemos y los recordemos.
Todo fracasa, hasta la misma celebración del Día Mundial de la Justicia Social (20 de febrero), encaminada a erradicar la pobreza, promoviendo trabajos decentes y pleno empleo, la igualdad entre los sexos y el acceso al bienestar social, lo que conlleva a una vida digna para todos. Qué bueno que la dignidad formase parte de todos los seres humanos.
Considero vital que la ética ciudadana reencuentre su espacio en la gente poderosa, en las finanzas y en los mercados, poniendo más interés en auxiliar a los excluidos del sistema. La solidaridad no consiste en entregar migajas, o aquello que nos sobra, se trata de poner en condiciones más ventajosas, para que cada uno libremente pueda avanzar a su ritmo.
Ya no sirven las palabras, es la hora de la acción urgente, de que los gobiernos de todo el mundo, se comprometan a desarrollar un activo mundial capaz de promover un impacto social de mínimos, para que los marginados al menos puedan levantar cabeza.
En los últimos tiempos, se vienen produciendo, en todo el orbe, fenómenos vergonzosos para la propia especie humana, auténticos fenómenos de explotación, sobre todo en perjuicio de los trabajadores más débiles, migrantes o marginales. En todos los países se debieran asegurar unos niveles salariales adecuados al mantenimiento del trabajador y de su familia, incluso con cierta capacidad de ahorro.
De no cesar este injusto clima de despropósitos, podemos llegar a un suicidio colectivo de la propia especie, unos por amargura y otros por tormento. Sin duda, el mundo ha de reconciliarse con su propia especie y buscar menos divisiones que no conducen a buen puerto.
La dársena de la paz llega por la vía del entendimiento, sin vencedores ni vencidos. ¡Triste época la nuestra! Desgraciada la generación que desprecia a sus mismos progenitores, a su idéntico linaje, cuyos gobiernos merecen ser juzgados y cuya justicia es una injusticia permanente.
Indudablemente, es muy fácil sembrar lenguajes, apenas cuestan nada las palabras, pero la reconstrucción moral exige algo más que buenos deseos, o una concepción de la realidad impuesta por la fuerza, requiere reconocer íntegramente el valor supremo del ser humano, de la conciencia humana, vinculada únicamente a una atmósfera de armonía globalizada.
Advertía, en su tiempo, el filósofo griego Aristóteles, que “cometer una injusticia era peor que sufrirla”. Pienso que tenía razón. En consecuencia, que circunstancias como el lugar en el que una persona nace, se desarrolla, su género o grupo étnico, determinen su calidad de vida, es la mayor iniquidad que pueden cometer unos sujetos pensantes.
Miles de millones de ciudadanos se encuentran totalmente desprotegidos, sin protección social alguna, y todo por haber nacido en un territorio castigado por la exclusión. Ahí radica el gran absurdo nuestro, pretendemos ser justos sin serlo, es el guión perfecto para la obra maestra de la deslealtad.
Por tanto, el mundo tiene que equilibrarse hacia la inclusión social, no puede permanecer impasible a tantas lágrimas vertidas por corazones inocentes, que forman parte de su mismo tronco humano. Esta es la gran movilización pendiente, que no es otra que un llamamiento a la justicia social más allá de las conmemoraciones, que están bien, pero que mejor estarían con otras políticas de hechos y de iniciativas. Yo, de momento, no veo corrección por ningún sitio; en cambio, sí que veo un descontento planetario común que debiera conmovernos al menos para ponernos a trabajar en serio.
Sobran las promesas. Y, desde luego, faltan nuevos aires para que las crisis humanitarias no sigan avanzando. Por eso, la falta de justicia social universal debería constituir una ofensa para todos nosotros, pues, como dice un adagio, al ser humano solo lo puede salvar otro ser humano.