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TRISTEZAS MACONDIANAS

Por Fernando Velásquez V.

fernandovelasquez55@gmail.com

El llamado caso Santrich es una tragicomedia desde el comienzo hasta el final, porque en él se insertan personajes de diversos estamentos de la vida nacional con sus lenguajes, actitudes y comportamientos; por ello, no es de extrañar que en medio de una trama digna del cinema italiano, terminen por mezclarse lo trágico y lo cómico.

Por supuesto, esta bufonada toma forma gracias a la clase política nacional conducida por un mandatario lóbrego quien orquestó de forma tosca –y sin pensar en los intereses del colectivo social–, lo que se ha dado en llamar el “proceso de paz”, a la postre fallido porque fue edificado para venderle al mundo un producto muy distinto al real y, de paso, premiar a los aduladores y conmilitones.

Y es, justo en ese tablado, donde el personaje citado al comienzo –sin limpieza de alma ni respeto por los demás, porque sus espacios naturales son la quimera, el crimen, los desplantes y el sarcasmo– resulta involucrado en una posible acción criminal, gracias a lo que en la terminología del derecho penal se conoce como un delito provocado. Esto es, una figura en cuya virtud una persona (casi siempre un servidor público) instiga a otra a cometer un crimen que solo queda en el grado de tentativa (la supuesta venta de un cargamento de cocaína a clientes mexicanos, con muestra previa a bordo) con el fin de recolectar pruebas en contra del autor.

Con base en ello, la justicia del país del norte acusó al sujeto de marras y pidió su extradición a las autoridades nacionales. Y empezó el crudo novelón judicial porque, pese a tratarse de un hecho cometido (o que se intentó cometer) después de la fecha de entrada en vigor del “Nuevo Acuerdo Final”, una Sala mayoritaria de la JEP –con mil leguleyadas– dijo tener competencia para conocer del asunto y, al cumplir la orden de sus postulantes, terminó por disponer la libertad del detenido, no sin que antes intervinieran la Corte Suprema de Justicia y hasta el concernido con un mediático intento de suicidio.

Mientras tanto, desde la Fiscalía, otro muy oscuro y ahora expatriado saltimbanqui –alimentado por políticos sinuosos que disfrutan el tablado al máximo– manipulaba a su antojo los hilos, ocultaba evidencias y contribuía a que el petitorio que contenía las pruebas ordenadas por los pretensos jueces, se perdiera entre los envíos a cargo de lo que aquí se llama, no sin eufemismos, el ministerio de “justicia” y “el derecho”.

Faltaban algunas puntadas finales: la Corte con sus pintorescos magistrados reclamó la competencia para juzgar al personaje (un aforado, entonces sin ese privilegio) pero, pese a la gravedad de los cargos, no libró orden de captura contra él y éste –con la bendición del Consejo de Estado– se posesionó como representante a la Cámara y se convirtió en un exótico “padre de la Patria”. Después, una correría inocente por el norte del país posibilitaría que el héroe –“bien” custodiado por agentes del Estado–, muy al estilo de cualquier relato Garcíamarquiano pero con el toque de rosas rojas farciano, desapareciera de repente en medio de las tinieblas.

Como es obvio en este entremés de mal gusto tampoco podían faltar las acciones criminales de quienes, también desde las sombras, asesinan a los miembros de la organización que protagoniza la que, ampulosamente, se llama la reconciliación –con sus inexistentes posconflictos y posverdades–, cuyas víctimas se suman a los centenares de luchadores sociales silenciados cuyas vidas son sistemáticamente segadas porque aquí disentir o reclamar es un crimen.

Y, así, la conclusión a extraer dimana sola: nadie toma en serio la paz y no se quiere construir una sociedad distinta donde todos quepamos; por ello, no se respeta la vida de los demás y los derechos humanos se convierten en un legado libresco mientras la corrupción, la mentira y el hambre se generalizan, en medio del desgobierno y la burla.

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