Por Daniel González Monery
Universidad del Atlántico
Lic. Ciencias Sociales, semestre 8
moneri11@hotmail.com
Pasaron 20 días desde que Uber dejó de operar en Colombia tras acatar la suspensión de la Superintendencia de Industria y Comercio. El 1° de febrero la compañía se despidió, con un agridulce sabor a derrota, de sus 2 millones de usuarios en todo el país, en una amañada jugada del gobierno y la dirigencia del gremio taxista por eliminar a su competencia directa y a lo que sepa a innovación, calidad y buen servicio, que en últimas, es la demanda cada vez más creciente de quienes deseamos comodidad y seguridad.
El lanzamiento de este nuevo modelo alternativo de operaciones de Uber, que ahora arrendará un vehículo con un conductor bajo un acuerdo entre las partes, tomó por sorpresa a las autoridades, como ellas mismas afirmaron públicamente. Si bien el regreso de la aplicación fue recibido con alegría por sus usuarios y conductores, es menester que las entidades del gobierno, en especial la Superintendencia de Transporte, revisen la legalidad de este nuevo formato de servicio.
No es que Uber esté desafiando al gobierno con su retorno al país, sino que las nuevas tecnologías y la economía colaborativa son en sí mismas un completo reto para nuestras sociedades y nuestras instituciones. Prohibir estas plataformas dejó hace rato de ser una opción, pero sobrerregularlas es también una pésima idea. Por eso, ahora que Uber ha vuelto, después de una exitosa estrategia de mercadeo, conviene resolver de tajo el problema de qué hacer con estas plataformas.
La ley debería ser tan simple como clara: en aras del beneficio general, de la libre competencia, de la posibilidad de todo consumidor de escoger entre diferentes alternativas la que mejor le convenga, se permite que estas plataformas funcionen no regidas por las normas ordinarias del transporte público, sino como un servicio de transporte particular, en todo caso vigilado. Punto.
Nunca he entendido dónde radica la ilegalidad de que dos personas se pongan de acuerdo para que una de ellas lleve en su carro a la otra a un destino final. ¿Qué delito o arbitrariedad se comete en ese tipo de contrato? ¿Por qué debería hablarse de un servicio público si lo que hay es una simple transacción entre dos personas cuya autonomía de la voluntad debería primar? La regularización de estas plataformas digitales implica la aceptación de la realidad: estas aplicaciones transformaron los servicios de transporte individual en el mundo y llegaron para quedarse.
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