Hace dos mil años vivió un centurión anónimo, soldado con cien subalternos, un hombre cualquiera, de quien hablan Mateo, Lucas y Juan, historiadores consumados por la maestría con que cuentan lo que pasó. Mi admiración por este centurión se agiganta día a día, y así, cuando lo traigo a mi mente, llega también a mi corazón.
Los evangelistas son reporteros mágicos, envidia de los reporteros siglo XXI, porque tienen el arte de ponerle a cada persona y cada cosa el nombre que le corresponde, de modo que hasta el lector se siente protagonista de lo que lee, como si hubiera participado en ese acontecimiento hace dos mil años.
Cuando este centurión anónimo oyó hablar de Jesús, como si tuviera alas, se le acercó para suplicarle por su niño paralítico, “terriblemente atormentado”. Y al decirle Jesús que iba a curarlo, su respuesta fue inmediata: “Señor, no soy digno de que entres bajo mi techo, sino sólo dilo con tu palabra y quedará sano mi niño”. Y Jesús, en el colmo de la admiración, dijo: “En verdad les digo, en nadie he encontrado tanta fe” (Mt 8,8.10).
Este centurión fue llevado por una fuerza secreta a buscar la sanación de su soldado paralítico, a punto de morir. Y la admiración desborda mi corazón al caer en la cuenta de que Jesús sabía por experiencia que “la fe mueve montañas". Y eso le ocurrió al centurión, que, por su cultivo interior, sabía que bastaba una palabra de Jesús para la curación del moribundo, a distancia y al instante. Un gozo indescriptible inunda mi corazón.
Inspirándome en estos maestros de la historia, me dedico a viajar por la geografía interior de este centurión anónimo. Y voy de sorpresa en sorpresa, interesándome en saber el tiempo que dedicaba cada día a cultivar la relación de amor consigo mismo y con el Creador, a alimentar la solidaridad con su gente, y a convencerse de que era capaz de lo imposible.
Por lo que nos contaron aquellos reporteros mágicos, sabemos que este centurión anónimo tenía un corazón de oro. Su modo de ver, pensar, hablar y actuar lo demuestran con asombrosa lucidez. El interés por su subalterno, su fe en Jesús, su humildad y desprendimiento de no sentirse digno de hospedarlo en su casa, su comprensión del poder de la palabra, le muestran al lector del evangelio el camino del infinito.
Sorprendente lección la de este centurión anónimo para el hombre de la pandemia siglo XXI, la de poner todo su interés en descubrir el tesoro que es y cultivarlo con esmero constante