Por Fernando Velásquez V.
La Sala de Casación Penal de la Corte Suprema de Justicia acaba de expedir la sentencia de 23 de septiembre, por medio de la cual dispuso no casar la providencia de segunda instancia que había sido dictada hace cinco años por la Sala Penal del Tribunal Superior de Bogotá, en contra el general Jesús Armando Arias Cabrales por los luctuosos hechos acaecidos en la toma del Palacio de Justicia los días seis y siete de noviembre de 1985. Dos de los conjueces salvaron su voto.
A no dudarlo, los crímenes cometidos en esa oportunidad –tanto por los miembros del llamado movimiento M-19 y por las fuerzas del orden que pretextaban “recuperar la democracia”– son monstruosos; allí murieron 94 personas incluidos los más preciados magistrados de la Corte Suprema, encabezados por el presidente Alfonso Reyes Echandía. Además, se ejecutaron plurales desapariciones forzadas, aunque, con el correr de los años, se han identificado algunos de los cadáveres de quienes se daban por esfumados; una auténtica carnicería que hizo tambalear las instituciones y permitió que los violentos arrodillaran a la sociedad entera.
Pero mientras los alzados en armas que propiciaron la toma y lograron sobrevir fueron amnistiados y se reincorporaron a la vida civil –incluso para detentar importantes cargos en la vida pública–, algunos de los militares fueron tardíamente procesados y solo uno de ellos ha sido condenado en forma definitiva. En otras palabras: los jueces no actuaron a tiempo ni tampoco se les dio el mismo tratamiento a quienes cometieron esos horrendos desaguisados; ausencia de administración de justicia penal, selectividad y olvido son, pues, algunas de las notas de este acontecimiento que partió en dos la vida institucional.
Desde luego, al leer esa providencia judicial se constata que, por encima de una recta y pronta administración de Justicia, se impuso la vindicta y el aplastamiento de los axiomas inspiradores de un derecho penal liberal. En efecto, para empezar, se pisoteó el supremo principio de legalidad de los delitos y de las penas, cuando al militar encargado de comandar el operativo de rescate se le condenó por un delito que entonces no estaba previsto en el ordenamiento jurídico. En otras palabras, se aplicó de forma retroactiva –y en evidente desfavor del reo– la normatividad posterior (la Ley 599 de 2000), algo impensable en un verdadero estado de derecho respetuoso de los pactos mundiales de derechos humanos, en cuya virtud a esa persona se le ha debido procesar por los delitos de homicidio y secuestro entonces previstos en el derecho positivo.
Así mismo, por arte de birlibirloque, esa condena se edificó sobre evidencias ilegales que, además, tampoco lograron probar su culpabilidad por lo cual se irrespetó el principio de legalidad de la prueba. Y esto no es todo: se dejó de lado que el condenado, en atención a su rango, estaba investido de un fuero para su procesamiento que fue menospreciado. Lo anterior, sin olvidar que entre otras violaciones del debido proceso hubo una evidente incongruencia entre la acusación y la sentencia, al punto de que el tribunal de segunda instancia –después de admitir la inexistencia de pruebas para condenar a Arias Cabrales como “coautor impropio–, lo sentenció como “autor mediato por omisión en aparatos organizados de poder”, una figura que no está prevista en el derecho positivo. El desafuero se completa cuando la Corte dice que el condenado es coautor del delito de desaparición forzada de personas.
En fin, queda claro, también osados jueces de la República cometieron gravísimos atropellos con uno de los intervinientes en este bárbaro baño de sangre; algo inadmisible en una sociedad democrática. Estas son, pues, las desastrosas consecuencias de la utilización del método de la ponderación y de la decisión de los casos de la vida real solo con base en principios. Dicho de otra forma: la que se llama aplicación de la justicia material termina siendo un burdo atropello.